Convenimos en que la Constitución es la Ley de leyes, el marco entre
cuyos límites se desarrollan las leyes que, jurídicamente, estructurarán nuestro sistema democrático. El
Tribunal Constitucional es la institución encargada de que tal acuerdo se
cumpla. Pero antes de tener que recurrir a dicha institución, la propia
Constitución se defiende a sí misma ante posibles conductas consideradas atentatorias,
bien a la organización territorial del Estado (art. 155 CE), bien ante situaciones
naturales de emergencias que afectan directamente a la salud y vida de los
ciudadanos (art. 116 CE). En ambas circunstancias sólo está capacitado a tomar
las medidas oportunas el Gobierno salido de las urnas y legitimado por el
órgano de la soberanía popular. Lógicamente, tanto lo ordenado por el art. 155,
como lo prescrito por el art. 116, debe ser aprobado por las respectivas
Cámaras (Senado y Congreso) y con los votos señalados a los diferentes efectos.
Si bien las decisiones tomadas de acuerdo a los artículos mencionados tienen
igual rango jurídico-constitucional, los efectos de unas u otras son muy
diferentes. La suspensión o intervención de una Comunidad Autónoma por parte
del Gobierno Central, sin duda, provocará distorsiones y reveses
socio-jurídico-políticos, que, una vez solucionados, todo vuelve a una “cierta
normalidad”, sin más trascendencia. En cambio, el estado de alarma del art. 116.2 CE, al que ha acudido el Gobierno
para hacer frente a la calamidad natural, como es el COVID-19, que, además de las distorsiones
citadas u otras derivadas del mismo virus, hay otras, cuya casi única solución
posible, no tiene “marcha atrás”, como es la pérdida de salud o la muerte.
El Gobierno, al adoptar el estado de alarma, lo hace porque deberá tomar
decisiones muy cercanas a la derogación de derechos fundamentales, como el de
movilidad, asociación, etc., de los ciudadanos, creyendo que es la mejor manera
de luchar contra esta pandemia. Eso es también lo que han creído los distintos
grupos parlamentarios que han venido la propuesta del Gobierno. Y así, con los
errores del Gobierno debidos a lo imprevisto e imprevisible de esta “batalla”,
esto es lo que confirman los datos semana tras semana. Por lo demás, es la
decisión adoptada por los Gobiernos y Oposiciones de nuestro entorno
.
Ningún ciudadanos de buena voluntad y sentido común entenderá que,
corrigiendo los errores cometidos por Gobierno y Oposición, y careciendo de una
propuesta mejor, no sea una temeridad, difícilmente corregible después, votar
en contra de prorrogar el estado de alarma. Como dice el catedrático Pérez Royo
(eldiario.es Estado de alarma
parlamentario, 4-5-20) la propuesta del Gobierno no es un “trágala” y el
Reglamento del Congreso en su artículo 162. 3 y 5, establece claramente que
cualquier grupo parlamentario puede presentar su propia propuesta alternativa o
complementaria a la del Gobierno, ser debatida y, en su caso, ser aprobada. Lo
que está claro es que sólo el Congreso está capacitado legal y legítimamente
para aprobar un estado de alarma. Si tenemos que volver a la situación previa
al estado de alarma, ¿será capaz cada ente autóctono de “aguantar su vela?
La mayoría de constitucionalistas consultados convienen en que ninguna
otra Ley: ni la de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública (1986), ni la
Ley General de Salud de 2011, ni la de Seguridad Nacional (2015), pueden
sustituir efectos, como la restricción de la movilidad, que motivaron el
Decreto-ley del estado de alarma del Gobierno.
Hasta lo que resulte de la votación del pleno del Congreso de mañana,
6-5-20, los ciudadanos españoles estaremos angustiados, a la espera de la
decisión parlamentaria menos favorable, ya que, mientras escribo estos
párrafos, ningún grupo de la oposición ha mostrado el más mínimo interés por lo
que mejor conviene realmente a los ciudadanos. Lo que se averigua tras esa hipócrita
conducta es una actitud de acoso y derribo de un Gobierno legítimo por parte de
la derecha.. Lo cual me parece, si no un delito, sí una conducta moral y
éticamente miserable y reprobable, por muy legítima que lo sea políticamente.
El Tribunal Supremo se ha mostrado incompetente para pronunciarse sobre
el Decreto-ley del estado de alarma. Es lógico que esta competencia recaiga en
el Tribunal Constitucional. A este respecto me pregunto si no es también
razonable que, al igual que recurren a ese Alto Tribunal los afectados por lo
que consideran resoluciones inconstitucionales emanadas del Parlamento, como
ocurrió con la aplicación del artículo 155 a la Comunidad Autónoma de Cataluña,
el pueblo español, a través de su legítimo representante, el Gobierno, no
tendrá el mismo derecho a recurrir al Constitucional contra una resolución
parlamentaria equivocada, cuya reparación será prácticamente imposible.
La democracia, entre otras muchas más cosas, es la fórmula más adecuada
de expresar el pluralismo político, es decir, el variado parecer de los
ciudadanos que viven en la polis.
Desde que Aristóteles dijo aquello de que el
hombre por naturaleza es un animal político, no quiso decir otra cosa sino
que el hombre es tal por vivir con los demás. Es el esfuerzo de todos los
ciudadanos viviendo en comunidad libremente, la mejor forma de solucionar los
problemas que padecen cada uno de sus miembros y de la propia Comunidad, que,
como en el presente caso de pandemia, a todos nos afecta en el valor más
preciado: la salud y la vida. Ya me
dirán de qué sirve el “arte de la política”, si no es para proteger esos
valores absolutos, de los que se derivan otros de menor importancia. Pero esa
expresión del pluralismo político no sería más que un conjunto de palabras
hueras y de poses falaces para alcanzar el poder sin el más mínimo interés en
remover los obstáculos que perjudican a los conciudadanos. Son los partidos
políticos los que, según el art. 6 CE expresan el pluralismo político, concurren a
la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento
fundamental para la participación política. Sin embargo, con actitudes
como las que viene mostrando la derecha española, no hace más que promover
entre los españoles la “desafección política”. Es una tendencia muy “cañí” la
de hablar con desprecio de los políticos,
metiendo a todos en el mismo “zurrón de rateros”, omitiendo el noble ejercicio
vocacional y solidario, consustancial con la naturaleza humana. Los
antecedentes más próximos de esa actitud que confunde la participación política
democrática con la ostentación del mando, los encontramos en el golpe de Estado
de 1936 de una élite, que, mediando una guerra civil, se impuso en los cuarenta
años de dictadura franquista, y,
después, ha venido controlando y vigilando la “resaca” de otros cuarenta años
de “ejemplar” Transición....
Para evitar la repetición de los “dimes y diretes”, ruego a los
parlamentarios terminen con la configuración territorial del Título VIII de la
Constitución...
Por último, es lo que siento ahora, ¡Ójalá que el resultado de la
votación de mañana en el Congreso no obligue a que la Historia se repita!
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