Este mundo en proceso de crecimiento, conmocionado por la amenaza de la
Revolución francesa, fue asaltado,
con la colaboración de los gobiernos,
por los estamentos dominantes de terratenientes y grandes comerciantes, con la
voluntad de adueñarse de los beneficios y, al mismo tiempo, impedir que se
constituyese una fuerza política alternativa que les disputase la hegemonía.
(“Capitalismo y Democracia” Josep Fontana. Ed. Crítica)
Sintetizando mucho, la Historia,
al menos desde los últimos 250 años, ha sido una lucha, no ya por conseguir las
materias cuyo “valor de uso” era suficiente para satisfacer nuestras
necesidades más primarias, sino que, desde el momento en que aquéllas ya no
fueron suficiente, hubo que inventar
otras, e insuflarles a las dos un “valor de cambio” que las convierte en
“mercancías”. A partir de entonces, la anterior “lucha natural” por la
supervivencia se convierte en una lucha por el poder, convertido éste en la
herramienta más “idónea”, no ya para la consecución del abastecimiento
producido por el trabajo propio y el conseguido, en su trueque, con el excedente
de los demás, sino para vencer la resistencia que éstos pudieran oponer a que
le enajenen los propios excedentes en un comercio injusto y desequilibrado o,
simplemente, se los expropien por la fuerza. El descubrimiento por el
capitalismo de ese “valor de cambio” convierte a todo elemento de consumo en
una fuente de riqueza, que, con la ayuda de nuevas tecnologías, puede
multiplicar al infinito. Todo, pues, para el capitalista se convierte en
mercancía. Hasta la fuerza de trabajo que la produce se vuelve una mercancía
más, de la que el capitalista quiere apropiarse a sabiendas de que en su
explotación está la fuente de riqueza.