Terminaba mi anterior artículo, Las
zanahorias con las que Lesmes gobierna el CGPJ, criticando el nefasto
papel que el “amarillismo partidista” de los medios de información
tradicionales están representando especialmente en el “embrollo” catalán. Es una pena –decía- que con la capacidad de influir en la ciudadanía y los instrumentos de
largo alcance de que disponen las empresas de la información, no contribuyan,
al menos, a evitar el enfrentamiento y deterioro que este pugilato está
causando entre los españoles. Y, como tal artículo se alargaba, me
comprometí a exponer algunas ideas sobre el asunto, que bien merece el trabajo
que ahora tiene el lector ante su vista.
La misión del propagador es una
labor digna, consistente en dar a conocer de la manera más amplia e imparcial
posible algo (idea, conocimiento, descubrimiento, etc.) producido en un lugar
distinto. Así la RAE, en su segunda acepción, define propagar como Hacer que algo se extienda a sitios
distintos de aquel en que se produjo. El lector deducirá que no es a este
significado al que me refiero, sino al que le sobreviene cuando los medios informativos ejercen su
actividad interesadamente controlada, presentando los hechos o ideas de forma
un tanto sesgada, incontrastada y mentirosa, con el insano propósito de influir
en la audiencia, consiguiendo de ésta un cambio irracional de actitud o de
opinión respecto de un asunto determinado. Incluso la tecnología “virtual” se
está perfeccionando tanto en los medios audiovisuales, que hay noticias o
hechos cuya existencia real ya no es necesaria para que sus usuarios los tomen
por verdaderos. Estamos llegando a un
punto –dice Rosa Mª Artal, “Lo peor
del bulo está por llegar”, eldiario.es de 31-8-18- en el que la irrealidad se está adueñando de nosotros. La simulación,
para ser más precisos. Pero no es nuestra intención reparar en la gran
cantidad de mecanismos que a las empresas de comunicación prestan las técnicas
modernas. Nos limitaremos a resaltar algunos, dirigidos a obtener una respuesta
más emocional que racional y civilizada.
Tradicionalmente España ha sido un país en que
se lee poco; muchos ciudadanos apenas se conforman con leer las “esquelas
mortuorias” del ABC o los titulares de noticias deportivas. Y esa pereza
intelectual para no ir más allá de las “entradillas” de las noticias de un
amplio sector de población”, se convierte en un terreno abonado que
aprovecharán algunos políticos para sembrar sus tergiversados mensajes.
Naturalmente, ni la siembra sería tan prometedora, ni la cosecha tan abundante sin la
colaboración de las empresas de comunicación o la servil actitud de conocidos
periodistas como Marhuenda, Inda o Jiménez Losantos, por citar a algunos. La realidad es poliédrica, y, cuando
ésta se analiza sin prejuicios manipuladores, más rico es el debate político y
democrático, que, con la ayuda de los medios, debe convertirse en un
instrumento idóneo para solucionar los problemas de los ciudadanos. También los
hechos son tozudos; y por más que políticos y periodistas intenten camuflarlos
con declaraciones basadas en datos objetivamente falsos o con bastardos
argumentos, sólo conseguirán réditos en el corto plazo a cambio de
desprestigiar el Periodismo y la Política, creando confusión y dañando la
convivencia. Estoy, pues, de acuerdo con la Sra. Artal, cuando en su artículo
mencionado, aparte de considerar a algunos de los periodistas como propagadores
de bulos, a Pablo Casado, nuevo líder del PP y a Albert Rivera de C´s, como
fabricadores de aquéllos a costa de la manipulación de la realidad. El peligro
estriba en que el “embrollo bulesco” ha saltado del escenario a la vida
cotidiana, en donde las víctimas de bulos crecen por días. Remito al lector a
los hechos narrados por la periodista de eldiario.es
Vivimos
tiempos en que empresas con los objetivos más nobles, éstos son relegados a un
segundo plano en favor del gran objetivo capitalista-financiero: el máximo
beneficio, la máxima rentabilidad. Siempre la prensa ha sido necesaria para la
creación y fomento de opiniones en la democracia. Pero en nuestras democracias
modernas, las empresas de comunicación se han convertido, además, en un poder
(4º poder) que, en determinadas circunstancias, es superior a los tres poderes
clásicos fundamentales en las democracias llamadas liberales. Tanto en los
modernos medios audiovisuales, como en los tradicionales de papel, los
criterios de los consejos de administración y de los tenedores de acciones u
otros activos financieros se imponen o supeditan a los de los profesionales de
los distintos departamentos; desde el director general, pasando por los jefes
de redacciones, hasta el último periodista, todos amenazados de perder sus
empleos o sus precarias becas.
Es cierto que la informática y
el mundo digital, con lo que ha supuesto de economizar costes, ha facilitado
que otros actores más pequeños, en régimen de cooperativa o de asociados
lectores (p.ej., eldiario.es, infolibre, etc.) puedan competir con grupos como
PRISA, Mediaset o Atresmedia; pero esa competencia siempre será muy limitada.
Además de porque los oligopolios citados cuentan también con los medios
digitales, por dos causas, que, a bote
pronto, se me vine a la cabeza: el hándicap
que para una gran parte de la población supone la edad o el haberse educado en
medios rurales hasta hace poco ignorantes de la informática para acceder a aquéllos, o la enorme capacidad
económica e influencia educacional, que, desde el mundo editorial y de otros
instrumentos pedagógicos y audiotelevisivos, respectivamente, disponen aquéllos
truts.
Los
propios directores o periodistas destacados de medios digitales más pequeños se
ven obligados a acudir, supongo que con determinadas limitaciones, a las
manipuladas tertulias televisivas, para poder dar señales de su existencia. Al
menos, esa es la justificación que les he oído decir, dado mi interés como lector
asociado a infolibre y eldiario.es, a los profesionales de los mismos que, cada
sábado, tienen que soportar las estupideces del director de La Razón, Paco Marhuenda o las
insolencias de Eduardo Inda. Yo, en cambio, creo que La Sexta Noche hubiera desaparecido de la programación sabatina, si
sólo contara con el mediocre moderador, controlado por el “pinganillo”, y los dos “voceros” mencionados,
u otros colegas que se sientan a ese lado de la bancada.
Es muy frecuente, sobre todo en TV, que es
el medio más influyente, denunciar o criticar un hecho, la opinión de un
adversario, o, simplemente la actuación de éste, utilizando palabras o conceptos,
que, de entrada, desvían y distorsionan el asunto a debatir, preparando así el
ánimo del televidente para admitir todos los infundios posteriores. Hasta la
Sala 61 del Tribunal Supremo, p. ej., se refiere a C. Puigdemont como huido
de la justicia, para inadmitir de plano el recurso del expresident con el que
pretende recusar a los magistrados que han de juzgarle. A cualquier alumno de
1º de Derecho se le suspendería, si tal cosa contestara en un examen. El sr.
Puigdemont tendrá o no razón. El tribunal tendrá que razonarlo en términos
jurídicos (no políticos); pero lo injusto es que, con el calificativo “huido de
la Justicia”, se pretenda minusvalorar su derecho fundamental a defenderse utilizando todos los medios que la Ley
pone a su disposición. El vocablo “independentista” es utilizado por algunos
con la misma connotación demoníaca que los franquistas y fascistas empleaban
para denominar a comunistas y socialistas. Incluso, muchos militantes y
dirigentes del PP y C´s, ufanos de ser constitucionalistas, piden la
ilegalización de los partidos que, entre otras cosas, defienden el derecho de
autodeterminación pacíficamente. ¿Habrá que recordarles a estos “demócratas”
que así empezó Hitler?.
Por supuesto que la mayoría de las veces no
es inocente la elección de los temas a debatir. Ello entraría dentro de la libertad de elección,
siempre que esa selección no se hiciera con la sola intención de ocultar otros,
o buscando exclusiva y habitualmente una idea o un enemigo a abatir. Más
importante que la selección temática en sí es la censura del tema elegido y la
parcialidad en su tratamiento por los contertulios, casi siempre los mismos e
inexpertos en su mayoría. Como si en España no hubiese otros periodistas,
pensadores, profesores o simples ciudadanos que enriquecerían el debate. Si los
debatientes fuesen especialistas “vocacionales” en los asuntos tratados, la TV,
además de distraer, sería una escuela democrática, económica y eficiente, de
educar e informar a ciudadanos que no disponen de otros medios. Pero la
estrategia consiste en mantener a los teleoyentes en la ignorancia o la
mediocridad, además de ser tratados como si fueran tontos o menores de edad. La
parcialidad resulta más escandalosa cuanta más trascendencia tiene el asunto o
el hecho debatido. En este sentido destaca la cuestión catalana. Rarísima vez
se han podido ver o escuchar en medios de cobertura nacional las razones u
opiniones de la “otra” parte. Y cuando se retransmiten “en directo” hechos o
declaraciones, aquellas razones u opiniones son enmudecidas por el conductor de
turno, intercalando imágenes o palabras que nada tienen que ver con el tema de
que se está tratando. Es una forma de lo más sibilina de anular al contrario.
Se ha dicho que lo que no sale en la tele
no existe. Si, como hemos dicho, la realidad tiene muchas facetas, es lógico
que los analistas resalten aquélla que más les interesa; pero cerrarse
torticera y fanáticamente a contemplar las facetas resaltadas por otros es
empobrecerse a sí mismos e impedir que el público se enriquezca. Y algo peor:
desviarse del camino que conduciría a un diagnóstico certero con el que
solucionar los problemas reales que afectan a los ciudadanos.
Es, por otra parte, bochornoso contemplar
cómo los medios informativos, llamados a ejercer una gran función en la
democracia, se “arruguen” ante políticos que celebran ruedas de prensa tras un
plasma y sin admitir preguntas. Ningún periodista abandona la sala, y sí, en
cambio, se arremolinan para transmitir el gesto provocador e hipócrita de
Albert Rivera y Arrimada retirando lazos amarillos, símbolo de protesta por los
presos políticos, de los espacios públicos. El “poder” que la prensa y medios
de comunicación deben jugar en la democracia queda, pues, rebajado por el
sometimiento de aquél al interesado capricho de ciertos dirigentes o partidos
políticos.
Por último, me parece harto deshonesto
utilizar los avances de las ciencias psicológicas para conseguir en el
subconsciente del ciudadano receptor la sensación de autoculpabilidad de
auténticas aberraciones, de las que, en absoluto, es culpable. Et ita porro…
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