¿Dónde está el dinero?, me
preguntaba un amigo a mediados de la crisis. Mi amigo no entendía mucho de
economía, pero la pregunta tenía su lógica; pues el dinero, que es algo
material, es de difícil evaporación. En todo caso, mi respuesta fue
contundente: alguien se lo está llevando a otro lugar. La “moneda” se inventó
para facilitar el intercambio de mercancías. El “mercado”, mejor, los
productores que acudían a él, intercambiaban sus “excedentes”. Es lo que se
llamaba trueque. Para facilitar esas permutas, convinieron en reconocer y
aceptar un “medio de pago” común, cuyo valor equivaliera a los excedentes que
se trocaban. Así nació el dinero, la moneda, que, en principio, hubo de tener
un valor material que obedecía a la escasez o a la dificultad en obtener el
metal en que se fundía; generalmente el oro u otros materiales preciosos.
Pronto, precisamente por su valor material, se convirtió así mismo en una
golosa y codiciada mercancía. Desde ahí, su valor material fue evolucionando
hacia un valor convenido entre particulares en “pagarés”, antecesor del
papel-moneda o “billetes”, emitidos por una institución bancaria, encargada de
asignarle a cada trozo de papel un valor que ya no es material, sino virtual,
fijado por aquella institución e impreso en una o ambas caras. Es lo que se
conoce como “valor facial”. No obstante, este valor no era arbitrario, sino que
respondía en una proporción a los lingotes de oro, depositados en el Banco
Central. En la moderna economía, ni siquiera es preciso que la cantidad de
dinero que se crea o circula, tenga un soporte equivalente al oro depositado en
los sótanos bancarios. Es más, ni siquiera es necesario que esa equivalencia
esté “acuñada” por valores presentes. El valor con el que hoy se estipulan
muchos negocios viene determinado por el precio que la mercancía, objeto del
negocio, pueda tener en el mercado en un tiempo futuro, fijado de antemano.
En toda esa evolución la “especulación” ha estado presente. Los
especuladores y las entidades financieras ya no se conforman con guardar en las
cajas fuertes o en las dependencias bancarias, aquel material valioso, como
hemos visto en las películas “del oeste”. Son capaces de crear dinero, cuyo
valor deja de ser material, para convertirse en “virtual”, sin que por ello
dejen de cumplir la misma función que tenía encomendada las antiguas monedas;
desde el “crédito”, las “tarjetas de plástico”, hasta los “paquetes surprimes”.
La creación de estos modernos “activos”, usados sin control oficial, da pie a
confundir lo que tenía un valor material y “de uso”, por otro “virtual y de
cambio”, haciendo creer al ciudadano medio e inexperto, que ambos valores son
equivalentes. Y así, al “futuro” propietario de un piso, por ejemplo, que antes
pagaba a plazos con justos intereses, hoy los desaprensivos especuladores y sus
“amiguetes” banqueros, tenedores de capital, le hacen pagar anticipadamente los
intereses hipotecarios de un préstamo de valor muy superior al que, realmente,
tiene la suma de esfuerzos necesarios para producir una “estructura” de
hormigón, hierro y ladrillos…
Lo que pretendo explicar con la historieta precedente es que el dinero
no está en donde tiene que estar: en la economía “productiva” generadora de
aquél, esto es, en las fábricas (no debemos olvidar que la riqueza la genera la
tierra y el trabajo), y no en los bolsillos de los especuladores o en los
“paraísos fiscales”, cuyas ganancias las obtienen unos cuantos con menos
“quebraderos de cabeza”…
Para evitar lo que ni siquiera una economía capitalista puede evitar en
el corto y medio plazo, sin causar infinidad de “daños colaterales”, se inventó
el Estado democrático, haciéndose con el “monopolio” de la “acuñación” de la
moneda y de la distribución de la riqueza generada por todos los ciudadanos.
Pero la capacidad de presión, la usura y la codicia de los agentes
especuladores, a los que eufemísticamente se les llama “los mercados”, han
conseguido arrebatarle al Estado tal monopolio con un falso concepto de liberalismo,
y con el pretexto de una “inventada” independencia de la Economía de la
Política.
Se comienza y se acaba echando la culpa de la crisis al Estado y a no sé
qué intereses de “los políticos”, cuando tal crisis está inserta en la esencia del
propio sistema capitalista, manifestándose de manera cíclica. Pero la prueba
empírica dice que eso es falso. Al comienzo de la crisis las grandes empresas
financieras y los grandes medios de comunicación en su poder, difundieron que
la causa de la actual crisis que vamos soportando desde 2007, fue que tanto el
Estado del bienestar, como los ciudadanos, “vivíamos por encima de nuestras
posibilidades”. Hasta el actual Gobierno en funciones de la derecha se
contaminó de dicho “oráculo”. Hay que evitar, pues, ese derroche en el gasto,
que una mala administración por parte del Estado, ha producido. Nosotros, dirán
los tenedores de dinero, haremos de él mejor uso. Y, para empezar, debemos
dejar de darle dinero a ese derrochador, lo que significa bajar los impuestos.
Es una de las tesis fundamentales del capitalismo ultraliberal. Pero, quiera
que no, el Estado tiene que continuar haciendo gastos en servicios sociales e
infraestructuras no rentables a corto plazo para los “capitalistas”, y como no
ingresa suficiente para sufragar tales gastos, tendrá que pedir prestado a los mercados, generándose así el
“déficit público” y la “deuda pública”. Pero, como la experiencia viene
demostrando, aunque los que hoy rigen la economía no lo quieran reconocer, el
problema no sólo persiste, sino que se agrava. Los que más fomentaron que las
familias “vivieran por encima de sus posibilidades”, fueron ellos, ofreciendo,
entre otras cosas, créditos de todo tipo, sin preocuparse de la posibilidad de
su “retorno”. Las entidades financieras no sólo fueron generosísimas en prestar
el dinero en ellas depositados por los ahorradores, sino que, llevadas por su
insaciable codicia, también pidieron a los mercados, “apalancándose” y
endeudándose más de lo razonable. Cuando, debido precisamente a los “recortes”
en el gasto, a la reducción de los salarios y de la inversión en la economía
productiva, las pequeñas y medianas empresas, azuzadas por “las grandes” a
vivir del crédito, comienzan a cerrar y a bajar salarios o despedir
trabajadores, y las familias también dejan de consumir y de poder pagar los
“generosos” créditos, el sistema “piramidal” se desploma cual castillo de
naipes. Aquéllos, que tanto renegaban del Estado, acuden a él, cual padre
generoso, con la “coartada” de que, si no se les “rescata”, el hundimiento del
sistema acarreará mayores y peores consecuencias… No hace falta recordar aquí
lo que supuso la caída de Lehman Brothers… Sus efectos “dominó” lo vemos
claramente en las figuras gigantescas de bloque de viviendas vacías y toda
clase de “estructuras” sin uso apropiado, que dejaron entre sus “amasijos” el
dinero “virtual”, que la codicia de unos pocos cambió por el dinero y los
ahorros reales de la gran mayoría de ciudadanos, y que, mientras tanto,
aquellos se llevaron a sus arcas privadas o “paraísos fiscales”. En esos
lugares están, fuera de control de los Estados, el dinero no “evaporado”, por
el que me preguntaba mi amigo del comienzo de este artículo.
Si la cantidad de billones de
euros atesorados por el 1% de la población en esos paraísos “no tan perdidos”,
no se pone a trabajar en la economía productiva, y se estimula lo que los
“keynesianos” denominan “demanda agregada” (salarios y trabajo productivo,
etc.), y el Estado no retoma su “poder político”, regulando y recaudando, vía “fiscalidad
progresiva”, lo que necesita para mantener el progreso y el bienestar de todos,
no sólo de una pocos, el déficit y la deuda públicos seguirá en aumento, y el
propio sistema liberal-capitalista se volverá ineficiente, no sin antes ver a
los codiciosos “comiendo papel como las cabras”…
De estas aparentemente sencillas reflexiones extraeré para el lector
algunas conclusiones. No fue un Estado “manirroto” el que generó la crisis y su
consecuente déficit. Más bien sucedió al revés; fue la crisis la que produjo el
déficit. Cuando ésta empezó en el 2007, el Estado español no tenía déficit,
sino superávit. Las arcas públicas ingresaban más que gastaban. Sólo cuando el
dinero de todos se ve obligado a socorrer los desequilibrios propios del
sistema, que la deuda pública aumentó desde el 35% al 100%, el PIB bajó más del
7%, y apareció la crisis. Muchos economistas han sabido bautizarla como “crisis
de deuda”.
Si tal crisis hubiera sido real, y no una “estafa” ideada por unos
cuantos beneficiados, todos debiéramos haber empobrecido, si no igual, al
menos, en la proporción en la que hemos participado en la creación de riqueza
(PIB). Pero no ha sido así; por lo menos, no en todos los países. Mientras las
rentas del trabajo han aminorado su participación en el conjunto del PIB, las
rentas del capital han aumentado en estos años de crisis, y yéndose a los
sectores más rentables que son los especulativos. Esa minoría detentora de
capital y los grandes bancos se enriquecía, mientras el grueso de las familias
trabajadoras y de clase media se ha ido empobreciendo cada vez más. Como
podemos constatar por los informes emitidos por instituciones, nada sospechosas
de ser revolucionarias, como Cáritas, y economistas independientes, de
reconocido prestigio internacional como P. Krugman, J. Stiglitz o nuestro V.
Navarro. Éste en su último artículo en el diario Público afirma que hoy España es uno de los países con un
sector bancario (en términos proporcionales) más elevados que hay entre los
países desarrollados (tres veces mayor que en EE.UU).
Es lógico, pues, que mientras esa política económica neoliberal impuesta
por la UE y aceptada sumisamente por los países más ricos, entre ellos España,
siga beneficiando al establishment económico-financiero, éstos seguirán
culpabilizando al Estado del bienestar del incremento del déficit y de la deuda
públicos. No es de extrañar que, aunque los datos empíricos muestran lo
contrario, el acuerdo firmado por Psoe-C´s omita culpar a esas políticas
neoliberales del crecimiento de tales deudas, conformándose sólo con prometer
no seguir recortando más los gastos en los servicios públicos, sin que
aparezcan medidas de estímulo para animar la demanda familiar, salvo el
raquítico aumento del 1% en el salario mínimo y muy reducida renta garantizada.
Por todo ello, hace falta un cambio progresista de gobierno, que no
puede ser otro que el que propone PODEMOS.
Manuel
Vega Marín. Madrid, 20. Abril. 2016. www.solicitoopinar.blogspot.com.es
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