Con el pretexto de purificar la
Democracia del estigma de la corrupción que ésta padece, el Partido Popular y
Rajoy lanza la idea-propuesta –globo sonda, diríamos- de que sean elegidos
alcaldes de los Municipios, el cabecera de la lista más votada. Aunque esta
discusión no es nueva, lo cierto es que
en las últimas semanas se ha intensificado el debate sobre el tema. Y
hay que tener en cuenta que no es baladí, pues incide plenamente en nuestro
Sistema Electoral, que es un elemento fundamental en la configuración del
propio sistema democrático. Este cristalizó en la Constitución vigente, de
1978. Gracias a una intensísima, pero, al mismo tiempo, generosísima
negociación se hizo coincidir, porque había razones objetivas, lo posible con
lo necesario. Sin esa voluntad negociadora de todas las partes e intereses
implicados, no se hubiera conseguido el CONSENSO, que fue el principio impulsor
de tan magnífico resultado teniendo en cuenta el contexto socio-político y
económico del momento.
Esa cesión generosa de todas las
partes para conseguir el mitificado consenso, ya sería de por sí razón
suficiente para rechazar la propuesta del PP, aunque legalmente su actual
mayoría absoluta le facultara para imponerla.
Por otra parte, no entraré en la
discusión de contenido de tal propuesta, de la que en su día hizo el PSOE, o de
cualquiera otra que se propusiere. En abstracto, cualquier sistema electoral,
cada uno con sus pros y sus contras, es válido, a condición de que todas las
partes en el juego acepten de buena voluntad las reglas del juego, que los
contendientes se autoimponen. De hecho, nuestro vigente sistema electoral no
fue “revelado” a sus autores desde las alturas de un supuesto “limbo
democrático”. Todo hecho humano, individual o colectivo, tiene su historia. Y
en la narración suscinta de la misma pretendo fundamentar mis argumentos.
En la práctica política todos los
actos y leyes de los grupos políticos u otros grupos sociales de presión están
cargados de intencionalidad. Y la más destacable es la consecución del poder,
y, una vez conseguido éste, permanecer en él. Lo cual puede ser legítimo o no
en función del buen hacer, o de las “triquiñuelas” legales que se utilicen para
la consecución de tal fin. Y es aquí, pienso yo, donde está el meollo del
asunto. Más que discutir, por tanto, sobre la democraticidad de la propuesta
del partido en el Gobierno, creo más provechoso e instructivo hacer una breve
historia en lo que a este respecto se refiere, desde que las leyes de la
biología acabó con la Dictadura, y comenzó el siguiente período que hemos
mitificado con la palabra TRANSICIÓN. No obstante, quede claro mi rechazo a la
propuesta “pepera”, al menos, por inoportuna a la vez que oportunista.
Como he dicho antes, nuestro
sistema electoral no cae del cielo, la loada Transición no es un “maná”
equiparable al que tuvieron los israelitas en su éxodo por el desierto. Es un
hecho histórico, que, como tal tuvo lugar en el tiempo. Después del sistema de
la Dictadura que, por cierto, sus defensores también llamaron democracia, en
este caso “orgánica”, da comienzo otra forma de democracia sin apellido,
homologable con los países de nuestro entorno. Su origen más remoto tiene lugar
el 15-12-1976 con el referéndum sobre la Ley para la Reforma Política,
promovida por Adolfo Suarez. El paso “de la ley a la ley, pasando por la ley”,
en palabras del entonces presidente de las Cortes, Torcuato Fdez. Miranda, y el
cacareado “harakiri” de los procuradores orgánicos en absoluto salieron gratis.
Antes al contrario, resultó muy beneficioso tanto para los que se “inmolaron”,
como para sus “inmoladores”. Y no sólo para ellos, sino también para sus
respectivas proles. Basta con echar un vistazo a los apellidos de los que
ocuparon puestos y cargos en las principales instituciones del Estado,
empezando por las mismas Cortes. Algo que resaltó Alfonso Guerra. Muy
diferente, en cambio, fue para los que, a base de grandes sacrificios
anteriores y de muchas renuncias, lucharon contra aquel nefasto régimen, a
cuyos escasos supervivientes y a sus familiares, a duras penas, aún hoy, y
después de una Ley para la Memoria Histórica, se les va “migajeando” en el
reconocimiento de sus derechos y méritos. Pero no voy a seguir por ese camino
argumental, que muchos, precisamente, de los privilegiados, consideran “abrir
heridas”. Procuraré mantenerme neutral, exponiendo como argumentos las
contradicciones, intencionadas unas y objetivas otras, que fueron salpicando la
ruta de ese mitificado Tránsito.
Un grupo, los llamados
“reformistas” y otros no tanto, pero provenientes del anterior régimen,
valiéndose de los llamados “poderes fácticos” y de otros que ellos manejan,
intentará imponer a futuro, y a veces lo consiguen, las reglas de juego,
todavía vigentes
Con esas cartas marcadas se
promulga el Real Decreto Ley de Normas Electorales, de Marzo de 1977. Con esa
norma se convocan las primeras elecciones generales el 15 de Junio de ese mismo
año. Lo lógico y normal es que esa primera convocatoria hubiese sido a elecciones
municipales, como así lo pedía el PCE. El RDLNE, en su art. 19, apdos 1 y 2 ya
establece la provincia como circunscripción electoral y un número de diputados
por cada una de ellas, respectivamente. En su art. 20 establece que las listas
sean cerradas y bloqueadas, debiendo contenerse en ellas tantos candidatos,
como diputados a elegir. Igualmente se establece la barrera del 3% para acceder
a la distribución de escaños. Así mismo, en su apdo. 4, introduce ya para esa
distribución la conocida corrección D’Hondt. Igualmente se establece el número
total de diputados, 350, asegurando un mínimo de dos por cada circunscripción
provincial (Preámbulos I y IV respectivamente).
Con todo ello se está precondicionando lo que a este respecto se
establece en la Constitución y, más tarde, en la Ley orgánica de 1985.
Con la anterior normativa
electoral, todavía preconstitucional, y cuyas limitaciones destacaremos, se
reúnen las primeras Cortes Generales (Congreso y Senado), con vocación de
“constituidas”, pero que las presiones de las fuerzas progresistas y la fuerza
de los hechos, las convierten en “constituyentes”, con el mandato de elaborar
una constitución. Objetivo que no siendo fácil; gracias al espíritu de consenso
resaltado arriba, se consigue en tiempo record, ya que el 6 de Diciembre de
1978 se somete a su ratificación en Referéndum nacional.
Como sabemos y hemos repetido, de
esas primeras Cortes generales sale la Constitución de 1978 que ha marcado y
sigue marcando las reglas de juego fundamentales por las que se rige nuestro
sistema democrático. Aquí nos interesa lo que respecta al sistema electoral.
Por lo que se refiere al Congreso, en su
artículo 68, la Carta Magna es más generosa ya que amplía el número de
diputados a 400, atribuyendo a la circunscripción un número mínimo, sin
especificarlo, y adoptando el criterio de representación proporcional
(apartados 1,2 y 3 respectivamente). Todos estos temas, como hemos señalado
anteriormente, vienen condicionados por el Real decreto de Suarez de 1977, y,
más detalladamente lo recogerá la posterior Ley orgánica de 1985.
En ese tour de force que fue la
negociación constitucional, en ese do ut
des (doy para que des) dicho más suavemente, la izquierda tuvo que pactar
con la derecha el criterio de la circunscripción provincial, aceptándola, a
cambio de constitucionalizar igualmente
el sistema de representación proporcional. En ese pacto está claro que pierde
la izquierda; pues en ese mismo artículo
68 esa proporcionalidad comienza a desfigurarse en un sistema cuasi
mayoritario, al no fijar obligatoriamente el número de 400 o más diputados e
igualmente aceptar omisivamente el mínimo de dos diputados por provincia, como,
redundantemente, aceptar la propia división administrativa-territorial, como
circunscripción electoral más pequeña. Dice R. Tamames en su Introducción a la Constitución Española
que esto se hace con “un sentido indudablemente democrático”, porque la
subdivisión de la provincia en distritos hacía más fácil el predominio del
caciquismo”, olvidando el “antiguo camarada” que por esas fechas los caciques y
absentistas habían huido del mundo rural, residenciándose en las zonas más
ricas y en urbanizaciones espléndidas de las capitales de provincia, desde
donde seguirán influyendo con su poder económico.
Sin embargo estoy de acuerdo con
el profesor Tamames, cuando en su comentario sobre “la representación mínima
inicial”, que fue la norma para las legislativas de 1977 y 1979, “se prima a
las provincias con menor población, que, en general, son las más rurales y
conservadoras, al tiempo que se penaliza a las provincias más pobladas, que, en
la práctica, son las más industriales y las más avanzadas desde el punto de
vista político”.
No es necesario, pues, resaltar
la contradicción que supone constitucionalizar el sistema de representación
proporcional, adecuado al reconocimiento del pluralismo político, y que
conlleva que cada lista electoral obtenga un número de electos proporcional a
los votos obtenidos, y, al mismo tiempo restringir el acceso al reparto de los
partidos menos poderosos.
No es un problema ideológico,
sino simplemente matemático. Basta constatar lo que viene sucediendo desde las
primeras elecciones de 1977. En estas la derecha y la izquierda obtienen casi
el mismo número de votos populares, sin que ningún partido alcance la mayoría
absoluta. Sin embargo, si comparamos la distribución de escaños de los tres
primeros partidos, la UCD, con el 35% de
los votos obtiene 165; el PSOE con el 21% consigue 118; y el PCE con el 9% se
tiene que conformar con 20 diputados. Y así podríamos seguir. Pero sobre ello
volveremos más adelante.
En la elaboración de la
Constitución hay que destacar algunos elementos que juegan a favor de la
derecha reformista, proveniente el régimen anterior. Si bien algunos
constitucionalistas, como el profesor Blanco Valdés, consideran con una cierta
ventaja a los partidos de izquierda –PCE, PSOE principalmente-, por su
organización y forjamiento en la lucha contra la Dictadura, no es menos cierto
que esa desventaja organizativa de la derecha está más que compensada, si
tenemos en cuenta, aparte de factores objetivos: situación económica,
terrorismo, miedo e incertidumbre, etc.,etc., es esa derecha la que sigue
manejando los instrumentos jurídicos e influencias político-económicas, apoyada
nada, y nada menos, por los llamados “poderes fácticos”, fundamentalmente por
el ejército y los cuerpos y fuerzas de seguridad heredados. Como compensación,
además, de esa supuesta desventaja de la derecha, hay que destacar que a pocos
meses antes de que se celebren las primeras elecciones generales de Junio de
1977, todavía subsisten instituciones anteriores como el infausto Tribunal de
Orden Público, que no se suprime hasta Enero de ese año. Hasta Febrero no se
reconoce legalmente a los partidos políticos, con la significativa excepción
del Partido Comunista de España, que se reconoce finalmente no sin cierta
“nocturnidad” un Sábado Santo, 9 de Abril. Que todavía un mes después, en
Abril, de la aprobación de la propia ley electoral, está vigente la Secretaría
General del Movimiento, partido único del franquismo. Consiguiéndose todo a
base de presión y un ingente esfuerzo, detraído de una dedicación a la
preparación de la campaña electoral. Sobre todo, del PCE, que, salvo la honrosa
oferta del partido del profesor Tierno Galván de representarle, la resistencia
del propio PCE, junto con la “habilidad trilera” del Presidente Suarez,
posiblemente las elecciones se hubieran celebrado con el resto de partidos
mirando para otro lado, incluido el PSOE.
Y para terminar este apartado lo
haremos celebrando la acogida de la Constitución, manifestada en los 325 votos
favorables, no sin recordar los cinco votos en contra de algunos diputados de
Alianza Popular de Fraga Iribarne, antecesores y fundador del actual PP, que
hoy tanto pecho sacan en defensa, una defensa inmovilista y dogmática, de la
Constitución. ¿Será que todavía no han superado el carácter inamovible de los
Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino?
Pero antes de abandonar este
tramo y siguiendo un cierto orden cronológico, abordemos lo que establece la
Constitución sobre la Administración Local. El artículo 140 dice textualmente:
“Los Ayuntamientos estarán integrados por los Alcaldes y los Concejales. Los
Concejales serán elegidos por los vecinos del municipio mediante sufragio
universal igual, libre, directo y secreto, en la forma establecida por la ley.
Los Alcaldes serán elegidos por los Concejales, (atención a esta disyunción) o por los vecinos”. Esto es lo que dice
sucintamente el texto constitucional. A partir de él el resto de requisitos y
normas están regulados por la actual Ley de Elecciones Locales, de 17 de Julio
de 1978. Más adelante hablaremos de este tema que es el que motiva este trabajo.
Pero antes terminemos esta visión panorámica de nuestro sistema electoral en su
conjunto, para formarnos un criterio más cabal de los errores y contradicciones
que la perspectiva histórica y la experiencia nos aconsejarían subsanar y
corregir, que por supuesto, no son sólo el cambio de la elección de alcaldes
que propone el sr. Rajoy.
Vamos, pues, ahora a la Ley
Orgánica del régimen electoral general, de 19 de Junio de 1985. Y lo primero
que hay que destacar es su tardanza, ya que, según su preámbulo, será la que se
encargue de desarrollar tanto los artículos 23 y 81 de la Constitución, así
como de otros artículos ya citados de la misma. La gravedad de esa tardanza
aumenta, si tenemos en cuenta la cantidad de elecciones –no viene al caso
enumerarlas- de todo tipo, que en el transcurso de esos más de siete años se
tienen que celebrar con normativas unas de rango jurídicamente inferior, o, en
todo caso, si no “preconstitucionales, si, al menos, anteriores a la Norma
Fundamental en la que se basa todo nuestro vigente Sistema Democrático.
Y, ahora, si vamos con esta ley a
riesgo de repetir algunos conceptos. Queremos también anotar, aunque no viene
al caso entrar el ello, las variaciones que las Comunidades Autónomas y sus
respectivos Estatutos hayan podido introducir en el sistema. Este estudio es
más complicado por su dispersión. Así que lo dejamos para otra ocasión.
Y, por fin, entremos en la Ley
Orgánica General de Elecciones, de 19 de Julio de 1985. Realmente poco hay que
añadir a lo expresado anteriormente y a lo que se viene haciendo en base a lo
reglamentado por el R.D. de 1977, la Ley de elecciones locales de 1978, junto
con las modificaciones de la Ley de 1983. Recalcar, no obstante, que esta Ley
Orgánica viene de la obligación de desarrollar lo preceptuado en el art. 81,
según el Preámbulo de la misma Constitución, así como el desarrollo del mandato
del art. 23 de la misma.
Es más, la Ley del 78 (art. 1)
remite supletoriamente al R.D. del 77, y la Ley de 1985, que, a su vez
(Preámbulo), remite a todas las anteriores disposiciones. Por tanto, no es
exagerado afirmar que nada nuevo sobre el panorama. En todo caso, su
calificación como ley orgánica, otorgándole así rango jurídico superior a sus
precedentes, exigiendo mayoría absoluta para su modificación o derogación.
Sinteticemos:
-
Se mantiene, aunque de manera teórica, la
proporcionalidad;
-
Igualmente, la Provincia como circunscripción
electoral (art. 161. 1);
-
El máximo de 350 diputados y el mínimo de 2 por
circunscripción (art. 162.1 y 2);
-
En el art. 163. 1 a, se mantiene la barrera del
3%, y en 1 b, c, d y e, se detalla la modificación d’Hondt
Por supuesto, se consagra el
sistema de listas cerradas y bloqueadas, pues en todas las elecciones, tanto
para el Congreso, como para la Municipios, se exige que el número de candidatos
coincida (cerrada) con el de escaños a elegir, sin que se pueda modificar por
los electores el orden fijado por los partidos en sus respectivas listas
(bloqueadas). Se mantiene, pues, el art. 20 del R.D. de 1977.
Especificando un poco más en lo
referente a elecciones municipales, tenemos que decir que, obviamente, la
circunscripción electoral es el término municipal (art. 179). En cuanto a la
barrera para el reparto de escaños, ésta se constriñe al 5% de los votos
válidos (art. 180).
En cuanto a la ELECCIÓN DE
ALCALDES (art. 196), ya dijimos lo que prescribe el art. 140 de la
Constitución. No lo repetiremos. Sólo resaltar quiénes constituyen los
Ayuntamientos: alcaldes y concejales, y quiénes están llamados a elegir al
Alcalde: los Concejales O los
Vecinos, siendo candidatos los Concejales que encabecen sus respectivas listas
(art. 196, a), reafirmando así lo ya establecido en el artículo 28 de la Ley de
1978.
Será proclamado Alcalde aquel
candidato que haya obtenido mayoría absoluta (50% + 1), artº 196, b. Si no
sucediere así, el elegido será el candidato que haya obtenido el mayor número
de votos populares, siendo la suerte la que decida en caso de empate (art. 196,
c). Según la Ley de 1978, sería el candidato de mayor edad. No entraremos en lo
referido a la destitución y sus requisitos, que detalla el artículo siguiente.
Pues bien, teniendo en cuenta lo
anterior, ¿dónde está la novedad de la propuesta del Partido Popular,
proclamando como instrumento más sano y “saneador” de la corrupción democrática
la elección como alcalde de la lista más votada? No hay tal novedad. Lo que se propone es una
“trampa “legal”, no sólo a la mayor generosidad de la Constitución y al mismo
constreñimiento que la Ley de 1978 hace de la misma, sino a la propia
Matemática, intentando sustituir lo que esta ciencia considera mayoría absoluta
(50 % + 1) por el 40 %. Un tanto burdo me parece.
En lo que respecta al sistema
electoral, la Constitución es más generosa y abierta que las leyes que la
desarrollan. Creemos que los constituyentes actuaron con una mayor confianza en
el futuro. Por eso previeron su autoreforma. Es lógico que la técnica jurídica,
al tener que desarrollar preceptos básicos para adaptarlos a un contexto
socio-político concreto, aquéllos se delimiten de alguna manera. Las
complicaciones socio-políticas que supuso el tránsito de la Dictadura a la
Democracia hicieron que aquel contexto fuera muy difícil. Esas dificultades
obligaron a los legisladores preconstituyentes y constituyentes a mirar por el
retrovisor, para no repetir los errores de la República y su fatal desenlace,
al mismo tiempo que romper las
resistencias que los “poderes fácticos”, todavía presentes, oponían. De ahí que
en la elaboración de las normativas “preconstitucionales” actuase con miedo y
con una excesiva prudencia. Pero, a nuestro juicio, esos factores no justifican
la perseverancia de esos temores en la elaboración de la Ley de 1985, una vez
que la Constitución, generosamente consensuada y pactada, salió adelante con un
cierto grado de optimismo.
Pudo haberse “desconstreñido” la
proporcionalidad, aumentando a 400 el número de escaños y disminuyendo a uno el
mínimo d electos por cada circunscripción. Igualmente, pudo haberse introducido
otro “corrector” que el de d’Hondt o haber modificado éste. Ello hubiera
facilitado una distribución más equitativa de los escaños, similar a la de
otros países de nuestro entorno, aumentando las posibilidades de representación
de otros partidos menores. La barrera del 3 % ya evitaba a atomización del
Parlamento y garantizaba la estabilidad de gobierno.
El bloqueo de las listas
electorales, oportuno en su momento, dada la escasa cultura
político-democrática causada por la Dictadura, bien podría eliminarse,
favoreciendo así una menor dependencia del votante de la cúpula de los partidos
y de su burocracia interna, sin menoscabar el cauce de éstos en la
participación democrática (art.º 6 de Constit.). Esta medida forzaría a los
partidos, a la vez de tener más en cuenta los intereses ciudadanos, reforzar su
democracia interna (también exigida por el artículo citado). Ello eliminaría
mucha corruptela proveniente de “medrosos” y “oportunistas” con escasa voluntad
de servicio a los electores. Y todo sin tener que modificar la Constitución.
Pero, si todas estas modificaciones vienen reclamándose, unos con la boca
pequeña y otros sinceramente, por casi todos los partidos políticos, ¿a qué
esperan para ponerse manos a la obra? Como bien dice El País (edit. De
13-9-14), “el PP tiene que renunciar al ventajismo de utilizar la mayoría
absoluta para ponerse al abrigo de posibles sacudidas o del cuestionamiento de
su poder municipal. Su uso inmoderado se ha convertido en una trampa para el
sistema representativo”.
Una Constitución, la de 1978, que
el pueblo español se dio a sí mismo, elaborada por generoso consenso y sin
mayorías absolutas, no puede devenir en “otorgada” y “dogmática” por mor del
inmovilismo que, en pro de su defensa, causa la mayoría del PP, o los intereses
acomodaticios del bipartidismo “reinante”. La mayoría del partido gobernante le
faculta para hacer legalmente las modificaciones que crea oportunas, pero
siempre que no atente contra el espíritu de la Constitución. Si hay que
plantarle cara a la corrupción que apolilla nuestra Democracia, ¡hágase sin
demora y sin “triquiñuelas”! ¡Corríjanse los errores pasados! Y si se necesita
una reforma a fondo de la Constitución, que por su calado pueda significar un
proceso “semiconstituyente”, ¡hágase!. La propia Constitución lo permite, y la
pérdida del miedo de la ciudadanía así lo exige. No valen parches. Amén.
MADRID, IX-2014. M. VEGA MARÍN.
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