jueves, 26 de marzo de 2015

APORTACIÓN A LA DISCUSIÓN DE LA ELECCIÓN DE ALCALDES.-

Con el pretexto de purificar la Democracia del estigma de la corrupción que ésta padece, el Partido Popular y Rajoy lanza la idea-propuesta –globo sonda, diríamos- de que sean elegidos alcaldes de los Municipios, el cabecera de la lista más votada. Aunque esta discusión no es nueva, lo cierto es que  en las últimas semanas se ha intensificado el debate sobre el tema. Y hay que tener en cuenta que no es baladí, pues incide plenamente en nuestro Sistema Electoral, que es un elemento fundamental en la configuración del propio sistema democrático. Este cristalizó en la Constitución vigente, de 1978. Gracias a una intensísima, pero, al mismo tiempo, generosísima negociación se hizo coincidir, porque había razones objetivas, lo posible con lo necesario. Sin esa voluntad negociadora de todas las partes e intereses implicados, no se hubiera conseguido el CONSENSO, que fue el principio impulsor de tan magnífico resultado teniendo en cuenta el contexto socio-político y económico del momento.

Esa cesión generosa de todas las partes para conseguir el mitificado consenso, ya sería de por sí razón suficiente para rechazar la propuesta del PP, aunque legalmente su actual mayoría absoluta le facultara para imponerla.
Por otra parte, no entraré en la discusión de contenido de tal propuesta, de la que en su día hizo el PSOE, o de cualquiera otra que se propusiere. En abstracto, cualquier sistema electoral, cada uno con sus pros y sus contras, es válido, a condición de que todas las partes en el juego acepten de buena voluntad las reglas del juego, que los contendientes se autoimponen. De hecho, nuestro vigente sistema electoral no fue “revelado” a sus autores desde las alturas de un supuesto “limbo democrático”. Todo hecho humano, individual o colectivo, tiene su historia. Y en la narración suscinta de la misma pretendo fundamentar mis argumentos.
En la práctica política todos los actos y leyes de los grupos políticos u otros grupos sociales de presión están cargados de intencionalidad. Y la más destacable es la consecución del poder, y, una vez conseguido éste, permanecer en él. Lo cual puede ser legítimo o no en función del buen hacer, o de las “triquiñuelas” legales que se utilicen para la consecución de tal fin. Y es aquí, pienso yo, donde está el meollo del asunto. Más que discutir, por tanto, sobre la democraticidad de la propuesta del partido en el Gobierno, creo más provechoso e instructivo hacer una breve historia en lo que a este respecto se refiere, desde que las leyes de la biología acabó con la Dictadura, y comenzó el siguiente período que hemos mitificado con la palabra TRANSICIÓN. No obstante, quede claro mi rechazo a la propuesta “pepera”, al menos, por inoportuna a la vez que oportunista.
Como he dicho antes, nuestro sistema electoral no cae del cielo, la loada Transición no es un “maná” equiparable al que tuvieron los israelitas en su éxodo por el desierto. Es un hecho histórico, que, como tal tuvo lugar en el tiempo. Después del sistema de la Dictadura que, por cierto, sus defensores también llamaron democracia, en este caso “orgánica”, da comienzo otra forma de democracia sin apellido, homologable con los países de nuestro entorno. Su origen más remoto tiene lugar el 15-12-1976 con el referéndum sobre la Ley para la Reforma Política, promovida por Adolfo Suarez. El paso “de la ley a la ley, pasando por la ley”, en palabras del entonces presidente de las Cortes, Torcuato Fdez. Miranda, y el cacareado “harakiri” de los procuradores orgánicos en absoluto salieron gratis. Antes al contrario, resultó muy beneficioso tanto para los que se “inmolaron”, como para sus “inmoladores”. Y no sólo para ellos, sino también para sus respectivas proles. Basta con echar un vistazo a los apellidos de los que ocuparon puestos y cargos en las principales instituciones del Estado, empezando por las mismas Cortes. Algo que resaltó Alfonso Guerra. Muy diferente, en cambio, fue para los que, a base de grandes sacrificios anteriores y de muchas renuncias, lucharon contra aquel nefasto régimen, a cuyos escasos supervivientes y a sus familiares, a duras penas, aún hoy, y después de una Ley para la Memoria Histórica, se les va “migajeando” en el reconocimiento de sus derechos y méritos. Pero no voy a seguir por ese camino argumental, que muchos, precisamente, de los privilegiados, consideran “abrir heridas”. Procuraré mantenerme neutral, exponiendo como argumentos las contradicciones, intencionadas unas y objetivas otras, que fueron salpicando la ruta de ese mitificado Tránsito.
Un grupo, los llamados “reformistas” y otros no tanto, pero provenientes del anterior régimen, valiéndose de los llamados “poderes fácticos” y de otros que ellos manejan, intentará imponer a futuro, y a veces lo consiguen, las reglas de juego, todavía vigentes
Con esas cartas marcadas se promulga el Real Decreto Ley de Normas Electorales, de Marzo de 1977. Con esa norma se convocan las primeras elecciones generales el 15 de Junio de ese mismo año. Lo lógico y normal es que esa primera convocatoria hubiese sido a elecciones municipales, como así lo pedía el PCE. El RDLNE, en su art. 19, apdos 1 y 2 ya establece la provincia como circunscripción electoral y un número de diputados por cada una de ellas, respectivamente. En su art. 20 establece que las listas sean cerradas y bloqueadas, debiendo contenerse en ellas tantos candidatos, como diputados a elegir. Igualmente se establece la barrera del 3% para acceder a la distribución de escaños. Así mismo, en su apdo. 4, introduce ya para esa distribución la conocida corrección D’Hondt. Igualmente se establece el número total de diputados, 350, asegurando un mínimo de dos por cada circunscripción provincial (Preámbulos I y IV respectivamente).  Con todo ello se está precondicionando lo que a este respecto se establece en la Constitución y, más tarde, en la Ley orgánica de 1985.
Con la anterior normativa electoral, todavía preconstitucional, y cuyas limitaciones destacaremos, se reúnen las primeras Cortes Generales (Congreso y Senado), con vocación de “constituidas”, pero que las presiones de las fuerzas progresistas y la fuerza de los hechos, las convierten en “constituyentes”, con el mandato de elaborar una constitución. Objetivo que no siendo fácil; gracias al espíritu de consenso resaltado arriba, se consigue en tiempo record, ya que el 6 de Diciembre de 1978 se somete a su ratificación en Referéndum nacional.
Como sabemos y hemos repetido, de esas primeras Cortes generales sale la Constitución de 1978 que ha marcado y sigue marcando las reglas de juego fundamentales por las que se rige nuestro sistema democrático. Aquí nos interesa lo que respecta al sistema electoral. Por lo que se refiere al Congreso,  en su artículo 68, la Carta Magna es más generosa ya que amplía el número de diputados a 400, atribuyendo a la circunscripción un número mínimo, sin especificarlo, y adoptando el criterio de representación proporcional (apartados 1,2 y 3 respectivamente). Todos estos temas, como hemos señalado anteriormente, vienen condicionados por el Real decreto de Suarez de 1977, y, más detalladamente lo recogerá la posterior Ley orgánica de 1985.
En ese tour de force  que fue la negociación constitucional, en ese do ut des (doy para que des) dicho más suavemente, la izquierda tuvo que pactar con la derecha el criterio de la circunscripción provincial, aceptándola, a cambio  de constitucionalizar igualmente el sistema de representación proporcional. En ese pacto está claro que pierde la izquierda; pues en ese mismo artículo 68 esa proporcionalidad comienza a desfigurarse en un sistema cuasi mayoritario, al no fijar obligatoriamente el número de 400 o más diputados e igualmente aceptar omisivamente el mínimo de dos diputados por provincia, como, redundantemente, aceptar la propia división administrativa-territorial, como circunscripción electoral más pequeña. Dice R. Tamames en su Introducción a la Constitución Española que esto se hace con “un sentido indudablemente democrático”, porque la subdivisión de la provincia en distritos hacía más fácil el predominio del caciquismo”, olvidando el “antiguo camarada” que por esas fechas los caciques y absentistas habían huido del mundo rural, residenciándose en las zonas más ricas y en urbanizaciones espléndidas de las capitales de provincia, desde donde seguirán influyendo con su poder económico.
Sin embargo estoy de acuerdo con el profesor Tamames, cuando en su comentario sobre “la representación mínima inicial”, que fue la norma para las legislativas de 1977 y 1979, “se prima a las provincias con menor población, que, en general, son las más rurales y conservadoras, al tiempo que se penaliza a las provincias más pobladas, que, en la práctica, son las más industriales y las más avanzadas desde el punto de vista político”.
No es necesario, pues, resaltar la contradicción que supone constitucionalizar el sistema de representación proporcional, adecuado al reconocimiento del pluralismo político, y que conlleva que cada lista electoral obtenga un número de electos proporcional a los votos obtenidos, y, al mismo tiempo restringir el acceso al reparto de los partidos menos poderosos.
No es un problema ideológico, sino simplemente matemático. Basta constatar lo que viene sucediendo desde las primeras elecciones de 1977. En estas la derecha y la izquierda obtienen casi el mismo número de votos populares, sin que ningún partido alcance la mayoría absoluta. Sin embargo, si comparamos la distribución de escaños de los tres primeros partidos, la UCD,  con el 35% de los votos obtiene 165; el PSOE con el 21% consigue 118; y el PCE con el 9% se tiene que conformar con 20 diputados. Y así podríamos seguir. Pero sobre ello volveremos más adelante.
En la elaboración de la Constitución hay que destacar algunos elementos que juegan a favor de la derecha reformista, proveniente el régimen anterior. Si bien algunos constitucionalistas, como el profesor Blanco Valdés, consideran con una cierta ventaja a los partidos de izquierda –PCE, PSOE principalmente-, por su organización y forjamiento en la lucha contra la Dictadura, no es menos cierto que esa desventaja organizativa de la derecha está más que compensada, si tenemos en cuenta, aparte de factores objetivos: situación económica, terrorismo, miedo e incertidumbre, etc.,etc., es esa derecha la que sigue manejando los instrumentos jurídicos e influencias político-económicas, apoyada nada, y nada menos, por los llamados “poderes fácticos”, fundamentalmente por el ejército y los cuerpos y fuerzas de seguridad heredados. Como compensación, además, de esa supuesta desventaja de la derecha, hay que destacar que a pocos meses antes de que se celebren las primeras elecciones generales de Junio de 1977, todavía subsisten instituciones anteriores como el infausto Tribunal de Orden Público, que no se suprime hasta Enero de ese año. Hasta Febrero no se reconoce legalmente a los partidos políticos, con la significativa excepción del Partido Comunista de España, que se reconoce finalmente no sin cierta “nocturnidad” un Sábado Santo, 9 de Abril. Que todavía un mes después, en Abril, de la aprobación de la propia ley electoral, está vigente la Secretaría General del Movimiento, partido único del franquismo. Consiguiéndose todo a base de presión y un ingente esfuerzo, detraído de una dedicación a la preparación de la campaña electoral. Sobre todo, del PCE, que, salvo la honrosa oferta del partido del profesor Tierno Galván de representarle, la resistencia del propio PCE, junto con la “habilidad trilera” del Presidente Suarez, posiblemente las elecciones se hubieran celebrado con el resto de partidos mirando para otro lado, incluido el PSOE.
Y para terminar este apartado lo haremos celebrando la acogida de la Constitución, manifestada en los 325 votos favorables, no sin recordar los cinco votos en contra de algunos diputados de Alianza Popular de Fraga Iribarne, antecesores y fundador del actual PP, que hoy tanto pecho sacan en defensa, una defensa inmovilista y dogmática, de la Constitución. ¿Será que todavía no han superado el carácter inamovible de los Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino?
Pero antes de abandonar este tramo y siguiendo un cierto orden cronológico, abordemos lo que establece la Constitución sobre la Administración Local. El artículo 140 dice textualmente: “Los Ayuntamientos estarán integrados por los Alcaldes y los Concejales. Los Concejales serán elegidos por los vecinos del municipio mediante sufragio universal igual, libre, directo y secreto, en la forma establecida por la ley. Los Alcaldes serán elegidos por los Concejales, (atención a esta disyunción) o por los vecinos”. Esto es lo que dice sucintamente el texto constitucional. A partir de él el resto de requisitos y normas están regulados por la actual Ley de Elecciones Locales, de 17 de Julio de 1978. Más adelante hablaremos de este tema que es el que motiva este trabajo. Pero antes terminemos esta visión panorámica de nuestro sistema electoral en su conjunto, para formarnos un criterio más cabal de los errores y contradicciones que la perspectiva histórica y la experiencia nos aconsejarían subsanar y corregir, que por supuesto, no son sólo el cambio de la elección de alcaldes que propone el sr. Rajoy.
Vamos, pues, ahora a la Ley Orgánica del régimen electoral general, de 19 de Junio de 1985. Y lo primero que hay que destacar es su tardanza, ya que, según su preámbulo, será la que se encargue de desarrollar tanto los artículos 23 y 81 de la Constitución, así como de otros artículos ya citados de la misma. La gravedad de esa tardanza aumenta, si tenemos en cuenta la cantidad de elecciones –no viene al caso enumerarlas- de todo tipo, que en el transcurso de esos más de siete años se tienen que celebrar con normativas unas de rango jurídicamente inferior, o, en todo caso, si no “preconstitucionales, si, al menos, anteriores a la Norma Fundamental en la que se basa todo nuestro vigente Sistema Democrático.
Y, ahora, si vamos con esta ley a riesgo de repetir algunos conceptos. Queremos también anotar, aunque no viene al caso entrar el ello, las variaciones que las Comunidades Autónomas y sus respectivos Estatutos hayan podido introducir en el sistema. Este estudio es más complicado por su dispersión. Así que lo dejamos para otra ocasión.
Y, por fin, entremos en la Ley Orgánica General de Elecciones, de 19 de Julio de 1985. Realmente poco hay que añadir a lo expresado anteriormente y a lo que se viene haciendo en base a lo reglamentado por el R.D. de 1977, la Ley de elecciones locales de 1978, junto con las modificaciones de la Ley de 1983. Recalcar, no obstante, que esta Ley Orgánica viene de la obligación de desarrollar lo preceptuado en el art. 81, según el Preámbulo de la misma Constitución, así como el desarrollo del mandato del art. 23 de la misma.
Es más, la Ley del 78 (art. 1) remite supletoriamente al R.D. del 77, y la Ley de 1985, que, a su vez (Preámbulo), remite a todas las anteriores disposiciones. Por tanto, no es exagerado afirmar que nada nuevo sobre el panorama. En todo caso, su calificación como ley orgánica, otorgándole así rango jurídico superior a sus precedentes, exigiendo mayoría absoluta para su modificación o derogación. Sinteticemos:
-          Se mantiene, aunque de manera teórica, la proporcionalidad;
-          Igualmente, la Provincia como circunscripción electoral (art. 161. 1);
-          El máximo de 350 diputados y el mínimo de 2 por circunscripción (art. 162.1 y 2);
-          En el art. 163. 1 a, se mantiene la barrera del 3%, y en 1 b, c, d y e, se detalla la modificación d’Hondt
Por supuesto, se consagra el sistema de listas cerradas y bloqueadas, pues en todas las elecciones, tanto para el Congreso, como para la Municipios, se exige que el número de candidatos coincida (cerrada) con el de escaños a elegir, sin que se pueda modificar por los electores el orden fijado por los partidos en sus respectivas listas (bloqueadas). Se mantiene, pues, el art. 20 del R.D. de 1977.
Especificando un poco más en lo referente a elecciones municipales, tenemos que decir que, obviamente, la circunscripción electoral es el término municipal (art. 179). En cuanto a la barrera para el reparto de escaños, ésta se constriñe al 5% de los votos válidos (art. 180).
En cuanto a la ELECCIÓN DE ALCALDES (art. 196), ya dijimos lo que prescribe el art. 140 de la Constitución. No lo repetiremos. Sólo resaltar quiénes constituyen los Ayuntamientos: alcaldes y concejales, y quiénes están llamados a elegir al Alcalde: los Concejales O los Vecinos, siendo candidatos los Concejales que encabecen sus respectivas listas (art. 196, a), reafirmando así lo ya establecido en el artículo 28 de la Ley de 1978.
Será proclamado Alcalde aquel candidato que haya obtenido mayoría absoluta (50% + 1), artº 196, b. Si no sucediere así, el elegido será el candidato que haya obtenido el mayor número de votos populares, siendo la suerte la que decida en caso de empate (art. 196, c). Según la Ley de 1978, sería el candidato de mayor edad. No entraremos en lo referido a la destitución y sus requisitos, que detalla el artículo siguiente.
Pues bien, teniendo en cuenta lo anterior, ¿dónde está la novedad de la propuesta del Partido Popular, proclamando como instrumento más sano y “saneador” de la corrupción democrática la elección como alcalde de la lista más votada?  No hay tal novedad. Lo que se propone es una “trampa “legal”, no sólo a la mayor generosidad de la Constitución y al mismo constreñimiento que la Ley de 1978 hace de la misma, sino a la propia Matemática, intentando sustituir lo que esta ciencia considera mayoría absoluta (50 % + 1) por el 40 %. Un tanto burdo me parece.
En lo que respecta al sistema electoral, la Constitución es más generosa y abierta que las leyes que la desarrollan. Creemos que los constituyentes actuaron con una mayor confianza en el futuro. Por eso previeron su autoreforma. Es lógico que la técnica jurídica, al tener que desarrollar preceptos básicos para adaptarlos a un contexto socio-político concreto, aquéllos se delimiten de alguna manera. Las complicaciones socio-políticas que supuso el tránsito de la Dictadura a la Democracia hicieron que aquel contexto fuera muy difícil. Esas dificultades obligaron a los legisladores preconstituyentes y constituyentes a mirar por el retrovisor, para no repetir los errores de la República y su fatal desenlace, al mismo tiempo  que romper las resistencias que los “poderes fácticos”, todavía presentes, oponían. De ahí que en la elaboración de las normativas “preconstitucionales” actuase con miedo y con una excesiva prudencia. Pero, a nuestro juicio, esos factores no justifican la perseverancia de esos temores en la elaboración de la Ley de 1985, una vez que la Constitución, generosamente consensuada y pactada, salió adelante con un cierto grado de optimismo.
Pudo haberse “desconstreñido” la proporcionalidad, aumentando a 400 el número de escaños y disminuyendo a uno el mínimo d electos por cada circunscripción. Igualmente, pudo haberse introducido otro “corrector” que el de d’Hondt o haber modificado éste. Ello hubiera facilitado una distribución más equitativa de los escaños, similar a la de otros países de nuestro entorno, aumentando las posibilidades de representación de otros partidos menores. La barrera del 3 % ya evitaba a atomización del Parlamento y garantizaba la estabilidad de gobierno.
El bloqueo de las listas electorales, oportuno en su momento, dada la escasa cultura político-democrática causada por la Dictadura, bien podría eliminarse, favoreciendo así una menor dependencia del votante de la cúpula de los partidos y de su burocracia interna, sin menoscabar el cauce de éstos en la participación democrática (art.º 6 de Constit.). Esta medida forzaría a los partidos, a la vez de tener más en cuenta los intereses ciudadanos, reforzar su democracia interna (también exigida por el artículo citado). Ello eliminaría mucha corruptela proveniente de “medrosos” y “oportunistas” con escasa voluntad de servicio a los electores. Y todo sin tener que modificar la Constitución. Pero, si todas estas modificaciones vienen reclamándose, unos con la boca pequeña y otros sinceramente, por casi todos los partidos políticos, ¿a qué esperan para ponerse manos a la obra? Como bien dice El País (edit. De 13-9-14), “el PP tiene que renunciar al ventajismo de utilizar la mayoría absoluta para ponerse al abrigo de posibles sacudidas o del cuestionamiento de su poder municipal. Su uso inmoderado se ha convertido en una trampa para el sistema representativo”.
Una Constitución, la de 1978, que el pueblo español se dio a sí mismo, elaborada por generoso consenso y sin mayorías absolutas, no puede devenir en “otorgada” y “dogmática” por mor del inmovilismo que, en pro de su defensa, causa la mayoría del PP, o los intereses acomodaticios del bipartidismo “reinante”. La mayoría del partido gobernante le faculta para hacer legalmente las modificaciones que crea oportunas, pero siempre que no atente contra el espíritu de la Constitución. Si hay que plantarle cara a la corrupción que apolilla nuestra Democracia, ¡hágase sin demora y sin “triquiñuelas”! ¡Corríjanse los errores pasados! Y si se necesita una reforma a fondo de la Constitución, que por su calado pueda significar un proceso “semiconstituyente”, ¡hágase!. La propia Constitución lo permite, y la pérdida del miedo de la ciudadanía así lo exige. No valen parches. Amén. MADRID, IX-2014. M. VEGA MARÍN.












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