jueves, 4 de diciembre de 2014

EL PROBLEMA DE LA PEDERASTIA EN EL CLERO CATÓLICO (primera parte)



   Estos días es de rabiosa actualidad en “los medios”. Sin embargo, el tema no es nuevo, aunque en España lo parezca, debido a los privilegios de que goza la Jerarquía Católica, que le permiten mantener un manto de silencio y de cierto ocultismo sobre el problema. La prueba está en que ha tenido que ser el mismo Papa quién ha tomado cartas en el asunto ante la apatía de la Conferencia Episcopal Española.
   El periodista, especialista en el tema, Pepe Rodríguez, ya lo denunció en 1995 con la publicación de su libro La Vida sexual del clero y posteriormente, 2002, en su Pederastia en la Iglesia Católica, ambos editados por Ediciones B.S. Tal “hazaña” ocasionó al autor un serio enfrentamiento con la Jerarquía, que, no recuerdo si llegó a excomulgarle.

   Pero el problema es sólo la punta de iceberg de otro más profundo que, no sólo se ha dado, se da y seguirá dándose en la sociedad, aunque por causas que destacaremos a continuación, cobra una mayor relevancia en el seno del Catolicismo. En general, mientras se mantengan los prejuicios sobre la sexualidad, sobre todo, en su tendencia “homo”, ese problema seguirá existiendo. Mientras los homosexuales se vean obligados a practicar su natural tendencia sexual en la oscuridad y en una cierta marginación y persecución, si bien las leyes han suavizado su situación, el problema subsistirá mientras subsistan en la sociedad los mencionados prejuicios.
   A medida que la sociedad vaya dejando de considerar la homosexualidad como una desviación enfermiza o “pecaminosa” de la libido, y los hombres y mujeres la practiquen con toda naturalidad y libertad, tales prácticas dejaran de ser un problema, que además la edad irá aminorando igual que hace con otras pulsiones e instintos. Lo que no quiere decir que problemas puntuales vayan a desaparecer, como tampoco desaparecen otros problemas de salud en una naturaleza sana por mucho que avance la Medicina.
   Hay que tener claro qué se entiende con los conceptos Pederastia-Pedofilia. Tanto uno como otro cobran su significado del griego Paidós, niño y todo lo que con él se relacione. Algunos diccionarios, como el de Manuel Seco, destacan en el de pederastia su connotación homosexual masculina, definiendo al pederasta como el hombre que tiene relación homosexual con niños. Sin embargo, sin negar esa acepción, pensamos que esa relación sexual con niños se da también en el heterosexual.  Siendo este último matiz más afín al concepto de pedofilia. Estamos, pues, más de acuerdo con la definición de la RAE, que define ésta como “atracción erótica o sexual que una persona adulta siente hacia niños o adolescentes”, destacando para la pederastia su carácter abusivo en la relación sexual con aquéllos.
   De todas maneras, hay que destacar que lo que escandaliza y convierte a ambos conceptos y sus respectivas prácticas en delito o “pecado” es el factor de prepotencia, engaño y/o argucia que emplea el adulto frente al pequeño, incapaz físico-biológicamente de disfrutar del sexo, y, mucho menos, con consentimiento y libertad. Cuando esa coacción desaparece, el factor minoría de edad también deja de constituir un elemento del delito o “pecado”, a condición de que la práctica del sexo se realice a partir de ciertos años o dentro de determinado contexto. Así, por ejemplo, nuestro Código penal. Artº 183, permite con consenso de la parte “aparentemente” débil, su práctica a partir de los catorce años. Y la misma Iglesia, en su D. Canónico, cann, 1083,  la permite desde los dieciséis años para el varón y catorce para la hembra. Eso sí, siempre que tenga lugar dentro del Matrimonio y con finalidad procreativa.
   Y hecha la anterior síntesis, apliquémonos al propósito de este trabajo: la pederastia en la Iglesia Católica. ¿Dónde creemos, pues, que radica la causa principal del problema, que, insistimos, no es nuevo, y que no se erradicará con sólo medidas jurídico-disciplinarias? En el CELIBATO impuesto a los sacerdotes y clérigos. Aun no siendo constituyente del Sacramento del Orden sacerdotal, conlleva, no obstante, el mayor esfuerzo en los planes pedagógicos que preparan para aquél, causantes de extorciones significativas en el desarrollo psicoevolutivo de los educandos (seminaristas), igualmente que en el mantenimiento de ese considerado “don” o “carisma” en los ya consagrados.  Todo ese recorrido pedagógico-formativo, por el enorme esfuerzo y derroche de energía psíquica que requiere, hace suponer su cumplimiento misión “casi” imposible por su contranaturalidad. La imposición del Celibato es tan antinatural, como lo sería el intento de imponer semejante represión (ayuno continuado) a la otra pulsión básica, como es la de comer para sobrevivir. En el cumplimiento normal de ambos instintos se juega algo tan serio como la supervivencia de las especies.
   E, igualmente, sería antinatural que, aun admitiendo normal alimentarse, se prohibiera el placer de gustar los alimentos. Es justo lo que hace la Iglesia cuando tolera a regañadientes el sexo exclusivamente con fines procreativos, sin disfrute del mismo, y dentro de los confines del Matrimonio, que, además, es un Sacramento considerado por élla indisoluble.
   Todo lo referido a la formación de los clérigos viene reglado en el D. Canónico, entre los cánones 232-293. Por su importancia y oportunidad, transcribiremos algunos:
   c. 234,1.- Consérvese donde existen y foméntese los seminarios menores….
   c. 247,1.- Por medio de una formación adecuada prepárese a los alumnos a observar el estado de celibato y aprendan a tenerlo en gran estima como un don peculiar de Dios.
   La imposición y observación de los anteriores cánones presuponen una determinada concepción del sacerdocio y del sacerdote, más acorde con el levítico del Antiguo Testamento, que con el Nuevo, sobre todo, con la experiencia de las primitivas comunidades cristianas. Un sacerdocio más preparado para el monacato, la liturgia y el culto, que comprometido con las realidades y problemas de su entorno social.
   Este tipo de sacerdote tiene un precedente en el ex hominibus assumptus et pro hominibus constituitur de la carta a los Hebreos, 5,1, atribuida a S. Pablo. A partir de los diez años (vocación a teneris annis), se “extrae” a los candidatos de su entorno natural, familiar, social y de amistades, sobre todo, femeninas, para someterlo a un período, más o menos largo (10-12 años) de preparación, cuyo producto será el sacerdote. Por cierto, siempre me ha preguntado qué es eso de la vocación o “llamada divina”. Habitualmente esta selección la hacen los “párrocos” que, a su vez, fueron elegidos por criterios poco serios desde el punto de vista psicológico. Más bien los párrocos siguen el criterio de hacer mérito ante el Metropolitano. Lo candidatos suelen ser “monaguillos” o chicos que merodean en torno a la Parroquia, casi siempre de escasos recursos económicos, circunstancia esta que, de otra manera, no hubieran tenido la oportunidad de estudiar. Se pensaba que, puesto que el cura tendría que ser el que “dirigiera” e “iluminara” la Comunidad, debería poseer un bagaje cultural y académico similar al que proporciona la Universidad. Esa formación se nutre casi exclusivamente en el estudio de Humanidades clásicas, Filosofía y Teología Escolásticas (canon 251 ss). Y, por supuesto, siempre en la más estricta ortodoxia.
   Siempre pensé, así lo hizo Jesús en la selección de sus discípulos y las primitivas comunidades cristianas  en la de sus “servidores”, que, para el desempeño de esta noble y desinteresada tarea, no hubiera habido necesidad de apartarlos de sus respectivos entornos, trabajos o profesiones. Hubiera bastado la elección entre los voluntarios más aptos. Una vez elegidos es suficiente un somero aprendizaje específico de Biblia, Pastoral, Ética, impartido en los centros docentes adecuados, sin que éstos tengan que ser en régimen de internado.
   De todas maneras, los que acceden a los Seminarios Mayores (vocaciones tardías), procedentes de sus respectivos entornos y profesiones, la mayor parte del mundo universitario, tampoco se libran de los problemas que conlleva cumplir con las exigencias del Celibato. En este grupo, aunque gente adulta, puede ocurrir, de hecho ocurre, que hayan confundido una supuesta “vocación” o “llamada divina” con un fracaso en su personalidad, (timidez, etc.), o un “desengaño” sexual-sentimental con el sexo opuesto, muchas veces oculto tras una homosexualidad encubierta o no plenamente aceptada. He conocido honestos y estupendos sacerdotes, que, bien de “motu proprio”, bien “aconsejados”, han tenido que “colgar los hábitos”, por mera incompatibilidad con el régimen disciplinar de la Iglesia, sobre todo, por el Celibato. De modo, pues, que no es la edad de acceso a la “carrera” sacerdotal la causa decisiva del problema.
   En una sociedad abierta y liberada de prejuicios sexuales no deberían existir obstáculos para la práctica de la sexualidad, cualquiera que fuese la orientación de ésta. ¿Qué justifica que en otros ámbitos sociales pueda ejercerse cualquier actividad, sin que la sexualidad sea un “hándicap”?
   Pero, si además comparamos la actitud de la Iglesia Católica con otras corrientes cristianas, sobre todo, la Anglicana, nos daremos cuenta mejor de la sinrazón y cerrazón del Vaticano.
   En cuanto se refiere a la educación de menores, todo el que lo ha hecho en un internado, tanto masculino, como femenino, de curas o de monjas, sabe o sospecha de ciertas conductas, tanto en las relaciones entre alumnos/as, como entre éstos y sus superiores/as.
   En cuanto a la represión sentimental-sexual, ésta adquiere connotaciones específicas en los Seminarios Menores. Independientemente de la formación “racional”, no muy distinta de la impartida en otros centros, salvando cierta “telemanipulación”, en los Seminarios la atención se pone primordialmente en la “formación espiritual”, que, como dice el citado canon 247,1, está enfocada a “observar el estado de celibato”. Lo que, lógicamente, ello supone una represión de la sexualidad y de los sentimientos naturales, que, en la práctica se termina confundiendo celibato con castidad. El educando-seminarista, justamente en el momento psicobiológico más crítico, la pubertad-adolescencia, se ve obligado a reprimir su libido, cuando esta pulsión se manifiesta, ¿cuándo si no?, con la mayor virulencia. Obvio una pormenorización de los métodos e instrumentos utilizados a tal fin; sólo resaltar su inutilidad, a tenor de los resultados.
   El educador, la institución, desarrolla su cometido partiendo de los prejuicios y la aversión sobre la sexualidad, de que hace gala la Iglesia Católica. Lo que se debiera haber aprovechado para dirigir y “digerir” de manera natural la pulsión libidinosa en sus distintas manifestaciones, queda reducido a una mera represión generalizada. Pero tarde o temprano, esa libido así reprimida, aparecerá de manera “torticera” y por vericuetos varios, a los que el Psicoanálisis denomina “mecanismo de desplazamiento”, pudiendo ocasionar verdaderos trastornos neuróticos. O, en algo aun peor, que es el tema que nos ocupa: en una inversión de la sexualidad, que está en el origen de la pederastia.
   Citaré sólo un fenómeno, que, no siendo exclusivo en los Seminarios Menores, también se da en los internados que segregan por sexos. Consiste en lo que se denomina amistades particulares. Cualquiera que haya pasado por tales internados o conozca a alguien que haya tenido esa experiencia, testificará de lo que aquí se expresa. El o los adolescentes, teniendo que dar salida a sus pulsiones sexuales-amorosas, aprovechan inconscientemente, lo que podría ser una sana amistad entre dos chicos o chicas, para dar satisfacción a sanos y naturales sentimientos que, por mor de la represión, pueden terminar en relaciones de tipo homosexual. Lo cierto es que el púber vive esas circunstancias cargado de enormes sentimientos de culpabilidad, de los que muchos no consiguen zafarse. Y lo más triste es que ese brutal esfuerzo no sirve para nada, ya que muy pocos consiguen, sin alguna alteración psíquica, mantenerse castos. Incluso la masturbación que, “provisionalmente”, podría suponer una salida y un consuelo, es también considerada como el más grave de los “pecados” mortales. A este respecto, ¡cuántos actos de contrición han tenido que recitar los chicos y chicas, para no tener que amanecer en el infierno o con la columna vertebral sin “derretir”!...
   Estoy seguro que muchos sacerdotes han caído en el abuso de la pederastia, no porque fueran homosexuales en origen, sino que su homosexualidad no es más que una heterosexualidad invertida.
   Y abordemos ahora la cuestión del CELIBATO desde una valoración crítica. El concepto alude a un estado civil del que lo practica. La Real Academia (RAE) define al célibe como “una persona que no ha tomado estado de matrimonio”, diferenciándose de otro concepto cercano, aunque distinto, cual es el de CASTIDAD. La misma RAE lo define como “virtud de quien se abstiene de todo goce carnal”.
   El canon 277,1 parece mezclar ambos conceptos, diciendo que los clérigos están obligados a observar una continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos y, por tanto, quedan sujetos a guardar el celibato, que es un don peculiar de Dios… Es más, ni la pérdida del estado clerical lleva consigo la dispensa de la obligación del celibato, que sólo concede el Romano Pontífice (can. 291).
   Cualquiera conocerá o habrá oído hablar de muchos que, habiendo sido sacerdotes y que conviven en pareja, tienen que sufrir por largo tiempo sus relaciones sentimentales, al menos, como “no oficialmente” reconocidas… ¡Tanta es la caridad de la Institución con los que le han dedicado parte de sus vidas como “hijos queridísimos”!...
   Como hemos visto anteriormente, el Celibato se distingue de la Castidad. No obstante, a ese complejo conceptual hay que  sumar otro, el de VIRGINIDAD, que añade más confusión. Si el celibato hace alusión al estado civil en que los varones viven el “ministerio sagrado”, el concepto de virginidad alude a la forma de vida con que las mujeres (monjas) se entregan al servicio de la Iglesia. Es coincidente con el de castidad en lo referente a la abstención del placer sexual, y, por consiguiente, a la práctica del mismo en una relación matrimonial.
   Por lo que podamos decir más adelante, conviene anticipar que la palabra virgen es una errónea traducción que la Vulgata latina –Biblia oficial- mantiene de otra traducción al griego en la Biblia de los Setenta, de la palabra hebrea almach. Esta palabra aparece en Isaías, 7, 14-17 con el significado de muchacha, jovencita, doncella. Pero, ¡ojo!, no es una jovencita casta ni virgen. Dice el Profeta: He aquí que una doncella está embarazada y va a dar a luz un hijo (vs.14). No se entiende que se quiera explicar la virginidad de María y el nacimiento de Jesús con este texto profético, referido a otro acontecimiento histórico. Pero este tipo de interpretación es frecuente en los autores del Nuevo Testamento. Con ella pretenden justificar hechos futuros, aun no acaecidos, con otros sucedidos muy anteriormente, sin nada que ver con aquéllos… Pero, sigamos…

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