Maldito sea el suelo por tu causa:
con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida (v. 17)... Con el sudor de tu rostro comerás el pan
hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado (v. 19). Estos
versículos del cap. III del Génesis narran el castigo que el Creador impuso al
hombre por desobedecerle comiendo el fruto prohibido.
Me he permitido reproducirlos, porque de ellos se origina el concepto
del trabajo como un castigo divino, mantenido a lo largo de la Historia por la
cultura judeocristiana. Y, ciertamente, durante la Edad Media y aún en nuestros
días, su etimología conserva su sentido de dolor y sufrimiento. Sin embargo, el
trabajo humano en abstracto es lo que da sentido a nuestra existencia y
dignifica nuestra vida. Toda la evolución de la Naturaleza está impregnada de
la labor que, además de la humana, han realizado sobre ella otros seres que la
habitamos. No sabemos cómo hubiera sido nuestro sistema natural sin el trabajo
concreto del hombre; pero sí vemos los avances conseguidos desde el homo faber hasta la ciencia actual,
desde la que podemos adivinar su evolución futura, si la torpeza y el
engreimiento humanos no la frustran, teniéndonos que ver abocados, no a cumplir
con el mito bíblico, sino a la extinción de la especie
.
Durante miles de años la actividad humana, concretada en el trabajo, ha
pasado por muy variadas formas de realizarse, incluso no siempre por los mismos
grupos o estamentos sociales. Pero cae fuera de esta reflexión una historia
monográfica del trabajo... Así que nos vamos a limitar a la forma actual en que
el sistema capitalista ha concretado esa “energía vital” que da sentido a la
existencia humana, la conforma a la vez que transforma nuestro hábitat. El capitalismo, como a todo, ha convertido la
“fuerza de trabajo” en una mercancía generadora de beneficios
económico-financieros para quien la compra. Paradójicamente, el dueño de esa
fuerza “productiva” muchas veces se hace cómplice de su comprador, creyendo que
con lo reportado por tal “enajenación”, llegará a igualarlo en estatus
económico y social. De esta manera el trabajador es embaucado por el arrollador
e ilusorio crecimiento del sistema capitalista, convirtiéndose en un tenaz
consumista, lo que le obliga a vivir para trabajar y no al revés. Obviamente,
desde un punto de vista materialista, este grupo social de trabajadores puede
considerarse como privilegiado comparado con otros grupos que, o bien no tienen
ocupación, o bien tienen que conformarse, gústele o no, “con lo que salga”.
El capitalismo, con todo lo que ha supuesto de creación de riqueza y de
avance en la mejora de las circunstancias laborales, no ha sacado al hombre del
estatus de esclavo respecto del trabajo. Su afán “productivista” y su búsqueda
incesante del máximo lucro han creado en los ciudadanos una conciencia de
acumulación superflua de bienes, obligándoles a una absurda carrera a ninguna
parte, en la que la sana competencia se ha convertido en un “sálvese quien
pueda”. Y en esa estrepitosa competitividad el sistema capitalista ha
despreciado el valor de la vida, convirtiendo en un valor (peyorativamente) burgués
“el buen vivir”.
Y “en plena orgía” se presenta un imperceptible “bichito”, y manda a
“parar la música”. Espero que esta intempestiva visita, si no a todos, si a
muchos de “los que mandan”, les obligue a hacerse las siguientes preguntas: ¿de
qué ha servido tanta acumulación en energía y maquinaria, si en vez de dedicar
menos tiempo al trabajo físico y más tiempo al ocio sucede lo contrario? ¿La
robotización absorberá el desalojo de mano de obra tradicional o aumentará las
colas en las oficinas de empleo? ¿Por qué no se reparte el tiempo de trabajo
que la máquina ahorra, sin bajar salarios, en vez de engrosar los beneficios
del empresario? ¿Por qué atrasar la edad de jubilación, cuando existe una juventud preparada con trabajos
precarios? ¿Por qué un trabajador, proporcionalmente, gana menos a pesar del
exceso de producción, creando enormes brechas salariales entre la población
trabajadora? ¿Por qué no aprovechar la “globalización” y los modernos medios de
comunicación, para ayudar a otros países en vías de desarrollo en vez de
explotar sus baratas condiciones laborales? ¿Qué sentido tiene desmontar y
deslocalizar nuestra industria, dañando a los trabajadores autóctonos, a la
fiscalidad nacional, si en emergencias como la que sufrimos, tenemos que salir
al mercado exterior para abastecernos de los más elementales útiles de defensa
sanitaria?... Y así podríamos seguir con algunas interrogantes más...
Pero, para contestar a las preguntas precedentes, la sociedad entera
tendrá que abordar la cuestión trabajo con una visión muy diferente.
Básicamente, desechar el carácter punitivo del mismo y considerarlo como una
actividad dignificadora de la vida humana, tanto si se realiza en beneficio
propio, como en bien de los demás. Ello conllevaría aminorar razonablemente el
carácter productivista y consumista que, desde los primeros años e
independientemente del hábitat en que se haya nacido y criado, proporcione a
todos los ciudadanos una auténtica y generosa igualdad de oportunidades, para
que cada cual pueda elegir libre y vocacionalmente la profesión en la que
realizarse como persona. Si algo, por otra parte, nos ha enseñado la pandemia
es que todos los trabajos son igual de necesarios y dignos; desde el repartidor
a domicilio, la señora de la limpieza,,, hasta la más alta “dignidad”
profesional, etc., todos estos servicios se han evidenciados “esenciales” e
imprescindibles para bien de la comunidad.
Mención especial merecen determinados trabajos o profesiones, que aún en
la moderna sociedad llamada de servicios, no han tenido la consideración
profesional y económica que en justicia se les debe. El caso es que tales trabajos
se han venido desempeñando desde siempre de manera “inapreciable” y no
retribuida por el clan familiar. Me estoy refiriendo –es hora ya de decirlo- a
los servicios de cuidados y dependencia. Estas tareas se han
venido realizando habitualmente por la mujer en el ámbito familiar y sin
remuneración. Cuando a ésta la propia economía capitalista y consumista le ha
obligado a salir de casa para buscar un trabajo con que poder complementar el
salario de su esposo o compañero y poder “llegar a fin de mes”, ha tomado
conciencia de su libertad e independencia como persona. El movimiento
feminista, justo es destacarlo, ha tenido mucho que ver en ese enorme cambio del rol
de la mujer.
¿Estamos diciendo que ese gran nicho –cuidados y dependencia-, que se agranda
en nuestra moderna sociedad, tenga que ser desempeñado por mujeres? En
absoluto; lo que ocurre es que papel desempeñado por los hombres en el mundo
sociolaboral ha obligado a las mujeres, incluso con cualificación
universitaria, a seguir ocupándose de
los quehaceres domésticos. Con más razón, las mujeres que no han tenido
oportunidad de mejor cualificación profesional, precisamente por ser mujer, se
ven abocadas a esos trabajos, considerados hasta ahora menos cualificados y
peor retribuidos. Pero, como hemos escrito antes, el coronavirus ha evidenciado
que todos los trabajos y profesiones son igual de necesarios y dignos. Mucha
mano de obra masculina desalojada de trabajos tradicionales, bien por la
deslocalización o por la división de la producción efectuada por el
neoliberalismo imperante, se refugiará en estos nuevos nichos de trabajo, que cada vez más son requeridos
por la sociedad moderna.
Lo expresado en el último párrafo en absoluto quiere decir que la
necesidad de cuidar a los menores y a los mayores, o de atender a las personas
dependientes, tenga que generar una mano de obra sin cualificación o de
“segunda”. Pues la pandemia nos ha recordado a todos que la vida hay que
ponerla en el centro de nuestras preocupaciones, y, como también hemos dicho,
para mantenerla en la más alta consideración y buenas condiciones en todas sus
etapas, todos los trabajos y profesiones son iguales de dignas e importantes.
Esos nuevos servicios cada vez más exigirán mejor especialización,
cualificación y dedicación. Por supuesto, ello conllevará una mejor retribución
económica. Y, puesto que esos cuidados de los demás están muy cerca de lo que
son las relaciones sociales y familiares, todos los ciudadanos, necesitemos o
no de ellos, debemos obligarnos a que las relaciones laborales entre cuidadores
y cuidados, dependientes y sus ayudantes, a que estén lo más alejadas que se
pueda del carácter mercantilista que el capitalismo ha imprimido a todas las
relaciones humanas.
Puede que estos pensamientos a muchos lectores les puedan resultar
demasiado ingenuos o utópicos... Pero es de lo que nos avisa el coronavirus...
Y que nadie crea que, cumpliendo con las exigencias impuestas por el COVID-19,
está liberado de seguir preocupado y luchando contra el deterioro de nuestro
Planeta Azul debido al calentamiento global y al cambio climático. Son dos
cuestiones distintas, aunque, en algún sentido, pueden estar relacionadas.
Debemos tener claro que lo que está en juego no es la supervivencia del
Planeta, sino la de nuestra especie. Para vencer al coronavirus tenemos nuestra
esperanza en que la Ciencia pueda dar con una vacuna. Pero las advertencias que,
insistentemente, los científicos vienen pregonando las “echamos en saco roto”,
sin que las tengamos en cuenta... Pero debemos tener muy presente que ¡contra el cambio climático no hay vacuna
que valga!...
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