La Sentencia que el
Tribunal Supremo acaba de publicar (14-X-19) no va a servir para solucionar el
eterno “conflicto” catalán; sí, en cambio, desprestigiará aún más al sistema
judicial español.
El gobierno de Rajoy, en connivencia con la Fiscalía General, la
Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo, buscaron las triquiñuelas legales que
justificaran el pretexto/coartada para soslayar que los políticos catalanes,
hoy condenados o en el exilio, fueran juzgados por el “juez ordinario
predeterminado por la Ley”, es decir, los órganos judiciales radicados en
Cataluña. Por amañadas intrigas políticas, un tema procesal se salda con un
atentado a un derecho fundamental. Un mal relato de los hechos por el
instructor Llarena ha dado pie para atribuir a los acusados un delito, el de
rebelión, cuya gravedad lleva aparejada la aplicación de medidas cautelares,
como prisión preventiva o privación del derecho de sufragio. La propia
sentencia reconoce la inexistencia de violencia exigida por el delito de
rebelión, después de que éste le haya servido al propio Supremo para manejar a
su conveniencia todo el proceso. Lo
que menos importa, ya que no le importa al propio Tribunal, es el ridículo en
que deja a la justicia y al sistema democrático. Sí importa, y mucho, el
sufrimiento injusto padecido por los presos y exiliados, y la frustración
política de los ciudadanos a los que representan.
Desde un primer momento cualquier profano sabía lo difícil, por no decir
imposible, que sería probar la violencia exigida por el delito de rebelión. Y
por mucho teatro que se haya hecho queriendo aparentar transparencia durante el
juicio, a nadie se le oculta el ridículo esfuerzo demostrado por los fiscales
en su intento de ver violencia donde en absoluto la había, y las triquiñuelas,
muchas veces protestadas por las defensas, usadas por el magistrado Marchena,
para ocultar, oportunamente, a quienes, realmente, la ejercieron. Naturalmente,
esa actitud del Tribunal y de la Fiscalía en todo momento ha sido posible
gracias al apoyo y aliento del establishment
político y mediático, que desde el inoportuno discurso del Rey sobre los hechos
acaecidos en el otoño de 2017, han venido reclamando una sentencia que
supusiera un correctivo penal para los mismos. Algunos líderes de la derecha, a
pesar de la “rebaja” de la decisión del Supremo, siguen refiriéndose a aquellos
hechos como “golpe de Estado”.
Nos parece, además, vergonzoso que el Tribunal con tal de obtener la
unanimidad de sus miembros, como si en alguna parte estuviera establecido que
una sentencia unánime fuese más
determinante, haya optado por el delito de sedición, buscando en él un punto
equidistante con el que contentar a todas las partes. Es cierto que tal como
está redactado este tipo delictual en el
Título XXII, art. 544 CP: Son reos de sedición los que, sin estar comprendidos en el delito de
rebelión, se alcen pública y
tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la
aplicación de las Leyes o a cualquier autoridad, corporación oficial o
funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento
de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales,
parece ser subalterno del tipo delictivo de rebelión, del Título XXI, art. 472. En éste destaca como elemento
constitutivo el alzamiento con violencia y públicamente para
conseguir una serie de fines que van desde derogar, suspender o modificar la
Constitución, despojando al Rey o Regente de todas o parte de sus funciones o
prerrogativas. El primero, de sedición, está comprendido entre los delitos
contra el orden público, mientras el segundo, de rebelión, en los delitos
enmarcados contra la Constitución. Ambos, pues, tienen objetivos distintos que
proteger. Como afirma el magistrado portavoz de Jueces para la Democracia, la falta de condena por rebelión no implica
en absoluto que los hechos sean constitutivos necesariamente de sedición. (“Sedición:
¿se estaban alzando quienes protestaban sentados?”, eldiario.es de 14-10-19).
Y esto es lo que parece que ha hecho el Supremo, al no tener la más mínima
prueba para aplicar el delito de rebelión. Este delito, aunque está tipificado
en nuestro Código y en otros países del entorno, últimamente la tendencia es su
desaparición y despenalización, para sustituirlo por otras figuras más acorde
con la democracia. Es más, hay juristas que consideran el delito de sedición
como claramente antidemocrático. No es que la sedición no sea un delito
“sustantivo”, sino que la cuestión es su anacronismo. La “doctrina” y la propia jurisprudencia del
Tribunal Supremo indican la no aplicación de este tipo penal, si no hay un uso
violento de la fuerza o actuaciones de clara hostilidad e intimidación. Y es
que su aplicación por una indebida interpretación extensiva del precepto puede
afectar a derechos fundamentales de los condenados o de los ciudadanos a
quienes representan. Se corre el riesgo de criminalizar derechos como el de
protesta, expresión, manifestación y participación política, que son la base en
los que se asienta nuestro sistema democrático. Es una de las razones por las
que muchos juristas critican la sentencia.
Si el Tribunal Supremo no ha sentenciado rebelión por la falta de la
violencia necesaria, sobra que nosotros abundemos en ello. Pero sí lo haremos
en lo que se refiere a la sedición, dada la interpretación extensiva del
requisito de alzamiento tumultuario y de carácter violento. Si el alto
tribunal ve suficiente violencia en las multitudinarias protestas del 20 de
septbre, ante la Consejería de Hacienda o en las grandes colas para votar el
1-O, como afirma el catedrático Jaume Alonso-Cuevillas y Savrol (“El
derecho de protesta, gravemente amenazado”, público.es de 14-X-19), a partir de ahora cualquier protesta más o
menos multitudinaria en la que se impida o entorpezca gravemente el ejercicio
de la autoridad, podrá (o deberá,
siguiendo lo dicho por el Supremo) ser calificada de sedición, delito castigado
con penas de entre ocho y quince años de prisión. Si además, cosa que no se
produjo en la Consejería de Hacienda por más morboso que fuera el testimonio de
la funcionaria, la multitud hubiera impedido el cumplimiento de resoluciones administrativas o judiciales,
cualquier actuación solidaria de las asociaciones como la PAH o Stop Desahucio,
debería ser condenada. Si, como también considera el profesor Alonso-Cuevillas,
nos fijamos en la proporcionalidad de las penas, el delito de sedición el más
grave contra el orden público. Lógico es
entender que la sedición debería reservarse para conductas para conductas más
graves que el atentado a la autoridad con violencia o intimidación grave (penas
de hasta 4 años de prisión), máxime
habida cuenta de las penas tan graves previstas (para la sedición). No es por ello de extrañar que el (antiguo)
delito de sedición haya desaparecido de la mayoría de los códigos penales
contemporáneos.
¿Está probado, por otra parte, que entre los condenados y los posibles
autores de disturbios condenables existiera alguna ilación causal? Más bien
existe constancia de que los dirigentes condenados llamaron siempre a la
protesta pacífica.
Cabe preguntarse, además, cómo algo que no es ilegal, como la
convocatoria de un referéndum, eliminada del Código Penal en 2005, puede traer
consecuencias punibles para los actos preparatorios. ¿No se está vulnerando el
principio de legalidad? (nullum crimen,
nulla poena, sine lege).
Ciertamente, y hasta los
condenados así lo admiten, hubo por parte de éstos responsabilidades políticas
y desacato a los mandatos del Tribunal Constitucional. Con un castigo por
desobediencia, que no comporta prisión, el asunto hubiera quedado zanjado. Pero
parece ser que, sobre todo, a partir del discurso real, el objetivo estaba
marcado: había que dar un “escarmiento ejemplar” al independentismo. Y al
servicio de ese objetivo se pone toda la maquinaria jurídica en connivencia con
el Ejecutivo y otros “poderes fácticos” estatales.
Todo lo actuado el 6 y 7 de septiembre con las leyes de “desconexión”,
que el propio Supremo considera ficción simbólica e ineficaz, hubiera quedado
desactivado, como así sucedió, con una simple página en el BOE. Como dice el
Catedrático de Penal Nicolás Garcia Rivas, la
deslealtad institucional catalana quedó reprimida mediante el artículo 155 de
la Constitución; no hacía falta escarmentar a los independentistas con penas
largas de prisión (“El
autoritarismo nada disimulado de una sentencia histórica”, eldiario.es de
15-X-19). Pero contra el sacrosanto principio de la indisoluble unidad de la nación
española (artº 2 CE), interpretado como uniformidad y sumisión, no cabe
secesionismo catalán que valga. Y, si para ello hay que violar los más
elementales garantías procesales y construir un relato ficticio al que encajar
los delitos de rebelión o sedición, para encubrir “leguleyamente” la lesión de
derechos fundamentales, todo vale si ello conlleva un ascenso en el escalafón
profesional, aunque la democracia sufra un gran descenso.
Pero lo peor de todo, y con esto concluimos, es que, a pesar de la
sentencia, estamos en el mismo punto de partida. Es absurdo y de políticos
timoratos endosar a los tribunales de justicia cuestiones políticas que deben
ser solventadas en el terreno político. El asunto catalán comenzó a enderezarse
cuando el Estatuto catalán, aprobado por el Parlament, el Congreso y aceptado
en referéndum por los afectados. Pero esta fórmula que resultó adecuada para la
integración de Cataluña en el Estado español, fue rehusada por un Tribunal
Constitucional ad hoc en su famosa
sentencia 31/2010. Desde entonces el conflicto no ha dejado de agravarse.
Mientras no se encuentre una fórmula alternativa mejor, que lo dudo, se
impondrá el diálogo que, más temprano que tarde, llevará a los
políticos/estadistas a aceptar un referéndum. Lo que hasta ahora está claro es
que la fórmula emanada de los Tribunales de justicia, como se está viendo con lo que ocurre estos días en
Cataluña, lo que hace es ahondar en la crisis constitucional y democrática que
padecemos todos los españoles, incluidos catalanes.
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