En la sociedad en que actualmente vivimos, y a pesar de la enorme
“seudo-crisis” económica sufrida desde 2007 en el “mundo desarrollado”,
provocada por el Capitalismo y su brazo político, el neoliberalismo; gracias a
los medios propagandísticos de que disponen, por no hablar su poder
militar, una gran masa de ciudadanos
sigue creyendo que tal sistema político-económico es tan connatural a la
sociabilidad humana, que no concibe otro. Los ciudadanos, aún sufriendo día a
día en sus carnes los muchos y diferentes recortes en los derechos laborales y
en los servicios públicos, y de lo evidente que ya es el desastre que para
nuestro Planeta Azul supone el desarrollismo “loco” de tal sistema, en una
mayoría siguen apostando y votando por los partidos de derecha de lo
representan. Ese auge de las derechas extremas les anima a que sus discursos
contra todos los movimientos democráticos-progresistas sean cada vez más
aceptados (blanqueados). Volvemos,
afirma Alberto Garzón, al siglo XIX en
materia de relaciones laborales y derechos mientras producimos y consumimos por
encima de la biocapacidad del planeta. (“Elegidlos y vigiladlos”,
eldiario.es, 29-1-19). Justo es en el s. XIX, al socaire de la Revolución
Industrial, cuando la sociedad se estratifica en torno a la propiedad de los
grandes medios de producción en dos grandes grupos o clases; una de cuyas
consecuencias es el surgimiento de los partidos modernos, que van a ser nuestra
referencia. Éstos fueron los instrumentos que los propietarios de aquéllos
(burgueses-capitalistas), por un lado, utilizaron para defender sus intereses
(partidos conservadores o de derechas);y, por otro, los que sólo poseían su
fuerza de trabajo, obligados a venderla para subsistir, se agruparon en los
partidos obreros para defenderse del abuso de sus compradores. Es cierto que a
medida que la sociedad se fue haciendo más compleja, los partidos clásicos
también se van fraccionando y diversificando en base a otros factores que ya no
son los estrictamente económicos-laborales. Sin embargo, por más que muchos
interesados, basados en un crecimiento de los estratos sociales medios y en la
facilidad con que algunos grupos de asalariados pueden acceder a los bienes
materiales, pretendan hacer creer que las clases sociales han desaparecido,
éstas siguen existiendo. Un indicador de ello es la gran sima que se ha
producido en la sociedad entre un 1% que lo tienen todo, y un 99% que necesita.
Es “El precio de la desigualdad”, según titula uno de sus libros J. E.
STIGLITZ, premio Nobel de economía
.
Ciertamente, el aumento de los bienes materiales en algunas capas de
asalariados, el miedo a perder el puesto de trabajo precario, y, sobre todo, la
enorme presión del ultraliberalismo de D. Reagan en EE.UU y M. Thatcher en
Inglaterra en el último tercio del siglo pasado, supusieron una merma en la
“conciencia” de clase, aunque no en la existencia sociológica de éstas. Esas
políticas de desregulación financiera, flexibilización del mercado laboral,
privatizaciones, etc., conllevaron una atroz pérdida de derechos de las clases
medias y trabajadoras, a las que, dada su debilidad, las organizaciones
obreras, sindicatos y partidos de izquierda, fueron incapaces de hacer frente.
Y lo peor no es que lo anterior haya sucedido,
sino que sigue sucediendo aún con más vigor y eficacia. Yo diría que con connivencia más o
menos explícita de organizaciones “progresistas” y de “izquierda”, llamadas a
luchar por lo contrario. El líder de IU en el artículo citado afirma que la
izquierda en vez de fortalecer a las
organizaciones políticas, se las está vaciando y dividiendo para favorecer
procesos líquidos y desconectados de los principios democráticos más básicos. Y
me atrevo a interpretar que lo que Garzón entiende por procesos líquidos desconectados
de principios democráticos básicos, no es más que un intento de
aminorar el rearme interno que el 15M, con su impulso de las elecciones
primarias, supuso para acabar con el rígido control de los “aparatos” y con el
poder que las “cúpulas” de los aletargados partidos, bien adaptados al marco y
a las reglas de juego que dictaminan los clubes de los poderes fácticos.
La animadversión de esos poderes que jamás compiten en elecciones libres,
manifestada contra los partidos y sindicatos obreros bien organizados
internamente, no es nueva. Los que vivimos el franquismo sabemos de esa fobia a
los partidos en general, y, sobre todo, el precio que tuvo que pagar Suarez y
las renuncias a que obligaron al PCE los poderes de la dictadura, para que con
su legalización, al menos sobre el papel, nuestra naciente democracia se
pareciera a las de nuestro entorno. La Constitución de 1978, en el artº 6 del
Título preliminar reconoce a los partidos políticos y su papel en el sistema.
Un cierto tufillo antipartido, no obstante, desprenden las sentencias que en
1983 el Tribunal Constitucional dictó a favor del concejal por Andújar (Jaén),
M.A. Bellido, declarando inconstitucional el artº. 11,7 de la Ley de Elecciones
locales (1978), que decía: Tratándose de
listas que representan a partidos políticos, federaciones o coaliciones de
partidos, si alguno de los candidatos electos dejare de pertenecer al partido
que le presentó, cesará en su cargo… Poco tiempo después, y con parecida
argumentación, el mismo Tribunal de dio la razón a la Concejala por Madrid,
Cristina Alméida, a la que el PCE provincial le reclamaba su acta. Ya es
casualidad que ambas sentencias recaigan sobre dos partidos de izquierda (Psoe,
PCE). Sobre dicho tema tengo en mi blog, www.solicitoopinarblogspot.com.es,
“colgados” varios artículos. En el primero de ellos, de 16-2-83, decía: considero inoportuna la Sentencia, porque,
sin proponérselo, temo que contribuya al fomento de los prejuicios negativos
respectos de los partidos políticos, obligados a la clandestinidad por el
antiguo régimen, y, por lo mismo, sujetos a las naturales crisis de su
incipiente rodaje. A pesar de todo, esa fobia a los partidos de izquierda
siguió, aunque latente por la acomodación de éstos al marco impuesto; pero
vuelve a resurgir descaradamente con el nacimiento de PODEMOS.
No nos cabe la menor duda de la importancia que, frente a la cantidad de
medios de que disponen los capitalistas para debilitar a las organizaciones
populares y obreras, la única manera en que éstas puedan resistir es la debida
a una férrea, aunque democrática, organización interna. Estoy de acuerdo con
Alberto Garzón, en que, si importante es elegir a los dirigentes en primarias,
mucho más lo son los mecanismos democráticos de elección y control de los
elegidos. La tradición política republicana siempre
dio más importancia a la capacidad de fiscalización y revocación de los cargos
elegidos. Una de las medidas tomadas por la Comuna de París de 1871, machacada
en una batalla desigual, fue la elegibilidad, revocabilidad y amovilidad de
todos los funcionarios. Tal modelo, elogiado por Marx y Lenin, autores que no
están de moda citar, es el que nos recuerda Garzón con valentía. Sin fiscalización
y revocación de los cargos electos, ocurre que, una vez elegidos éstos, incluso
en primarias, sean desleales con los compañeros que los eligieron y desistan
del compromiso con el programa elaborado por el colectivo del partido. Hoy es
frecuente eludir ese compromiso de lealtad, justificando su “transfuguismo”,
con la trampa retórica de que el cargo público que ostentan se lo deben a la
gente que les ha votado y no al partido que le propuso como candidato. Este
transfuguismo, que se ha intentado combatir hipócrita e ineficazmente en toda
la historia de nuestra democracia, no es nuevo. Tiene su justificación jurídica
e ideológica la sentencia del Constitucional, anteriormente aludida, y
criticada en mis referidos escritos.
Este modelo de elección y esta manera “a la americana” de hacer las
campañas electorales es fácil en la sociedad espectáculo, a la que tanto
colaboran los modernos medios de comunicación y las redes sociales. Y, sin
duda, éstos pueden contribuir a un mejor conocimiento de programas y
candidatos; pero en manos, como están, de los poderes financieros, es la manera
más sibilina que éstos tienen para manipular las mentes de los incautos
ciudadanos. En ese sentido, este capitalismo mercantilista, que convierte en
fetiche de consumo cualquier alimento basura, que con su manipulación
propagandística es capaz imponer fiestas y ritos foráneos contra las
tradiciones más asentadas; este capitalismo que no tiene reparos en convertir
lo más sagrado en profano; este capitalismo que todo lo convierte en mercancía,
no tiene el menor escrúpulo en convertir la democracia y su fiesta, que son las
elecciones, en una mercancía más. Con estas formas tan fáciles, cada vez más
aceptadas de hacer política, los poderes económicos que nos gobiernan cada vez tendrán
menos necesidad de “infiltrados” o de “policías políticas”, para vencer la
resistencia organizativa tradicional en los partidos y organizaciones obreras y
progresistas de izquierda, y cada vez más convencerán a éstas de la inutilidad
de intentar un cambio de sociedad. A todo ello hay que añadir el uso del
eufemismo en la tergiversación del lenguaje y la manipulación polisémica de las
palabras. No diremos que esto sea nuevo; pero la facilidad con que los
políticos de la derecha utilizan la mentira y el insulto en sus declaraciones
histriónicas no conoce límites. La tolerancia que muchos medios audiovisuales y
de prensa, en manos de poderes financieros, muestran editando rutilantes y
rutinarios mensajes, difundidos por periódicos y periodistas sin escrúpulos, hace imposible la
participación en igualdad de condiciones de los auténticos partidos de
izquierda en el bochornoso y carísimo espectáculo en que se convierten las
campañas electorales. (A este respecto, remito al lector al artículo, De “la clase obrera” a “la gente”, de
Rosa María Artal en eldiario.es, 1-2-19).
Un modelo de organizaciones bonapartista
es el que, sin nombrarlo, representa la plataforma Más Madrid, y que Garzón denuncia, porque llevará a la izquierda española a una situación “a
la italiana”, en la que las esperanzas de los sectores sociales progresistas
–yo añadiría y obreros- quedan
depositadas en un difuso mercado electoral sobre el que apenas hay capacidad de
intervención. ¿Qué capacidad de intervención van a tener los partidos
obreros en ese espectáculo mercadotécnico dominado por los poderes financieros,
si además los bancos son los que prestan el dinero a algunos partidos o líderes
individualistas “de izquierda” para poder competir? ¿Qué decir de la esperanza
en las “puertas giratorias” que muchas empresas y oligopolios ofrecen?
Decía el fundador del Psoe, P. Iglesias Posse (citado por Garzón), que para los cargos públicos, elegid a los
mejores y más capacitados, y vigiladlos como si fueran canallas. Cuando un
compañero se postula para un cargo sin que lo promuevan las bases, es motivo
suficiente para no elegirlo. ¡Cuán extraño sonaría esto en los dirigentes
actuales del Psoe! Y como estoy de
acuerdo con el líder de IU, terminaré mi artículo con las mismas palabras con
las que él concluye el suyo: la mejor forma de fortalecer a las
organizaciones populares y de izquierdas es a través de mecanismos
democráticos. Ello implica aportar por amplios procesos de elección de cargos,
debates públicos y sobre todo fiscalización de la actividad de los
representantes elegidos. La fórmula del hiperliderazgo, aunque prometa buenos
resultados electorales, socava la misma capacidad de pensar, decidir y actuar
colectivamente.
Manuel Vega Marín. Madrid, 3 Enero, 2019
www.solicitoopinar.blogspot.com.es
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