Esa acertada conclusión, como el magistrado sabe, no es más que un
efecto práctico de la premisa que supone la redacción (intencionada) del
artículo 1º CE, que, si bien el su punto dos afirma que La soberanía nacional reside en
el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado, es el
apartado tres: La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria,
el que, en la práctica se impone. Por cierto, no es casual que el VII de los
Principios del Movimiento Nacional (franquista) establece: La forma política (del
Estado Nacional) es, dentro de los principios inmutables del Movimiento Nacional y de
cuanto determinan la Ley de Sucesión y demás Leyes fundamentales, la Monarquía
tradicional, católica, social y representativa. No hay que olvidar que
la institución monárquica se libró del debate constituyente, y, ante el temor
de que no fuera aceptada en un referéndum específico, el Presidente Suárez la metió
de “extranjis” en el referéndum constitucional. El poder constituyente, pues,
no ha podido incluir nunca en sus debates la aceptación o no de la Monarquía.
La legitimidad de la institución monárquica no sólo es previa al debate constituyente, sino que su
restauración es el instrumento que garantiza la Democracia. Tal tesis es la que
se nos ha hecho creer en la Transición. El constitucionalista Pérez Royo abunda
en esta tesis. Según el profesor, los dos elementos centrales del sistema
político, el rey y las Cortes, formalmente están en la Constitución de 1978,…
Pero materialmente, la definición se hizo antes, en la Ley para la Reforma
Política….Materialmente, la composición de las Cosres y el sistema electoral
son “preconstitucionales”, es decir, predemocráticos. (“Constitución: la
reforma inevitable”, Rocaeditorial, 2018).
De facto, la preponderancia que los medios le dan al Rey en su papel
como proponente de un candidato a presidir el Gobierno intenta confundir a la
opinión de que el Rey está por encima del Parlamento. Y, en absoluto es así.
Todos los actos del Rey deben estar refrendados por el Ejecutivo o, como ocurre
en este caso, por el Presidente/a del Congreso. Bien lo resalta el artº 99 CE
tanto en la propuesta del candidato (apdo.1), como en la disolución del
Parlamento y convocatoria de nuevas elecciones (apdo.5). El hecho físico de que
sea el Presidente/a del Congreso quien se desplace a la Zarzuela parece
“rebajarle” a un mero papel de “correveidile”. La palabra propondrá, usada por el
redactor de la Carta Magna, para describir ese acto del Rey, puede hacer pensar
que tal acto fuera una decisión del monarca. Así lo querrían algunos
intérpretes cortesanos; e, incluso el propio Rey, a juzgar por otros actos
suyos, como el discurso de 3-X-17 sobre el tema catalán. La falta de una Ley
orgánica, prevista en el artº 57,5 CE, que claramente regule los “movimientos”
del Rey da pié a que éste actúe al margen de la Constitución. Como dice otro
prestigiado constitucionalista, Joaquín Uría, la costumbre de presentar la
propuesta del candidato a presidir el Gobierno como un acto regio dirigido al
Congreso, da la sensación de que su Presidente/a se limitara a darse por
enterado. Sin embargo, hay que dejar claro después de una lectura contextual de
la Constitución, que la investidura no es un acto emanado de la voluntad del
Rey, sino que es una decisión que corresponde
al Presidente del Congreso, manifestada en forma de refrendo. El acto de
escuchar a los diferentes portavoces parlamentarios es un acto meramente formal
y protocolario. El Rey se limita, oído los portavoces, a proponer al Presidente
del Congreso, quien, a su vez, informa al candidato “elegido”, para que éste
opte por ir o no al debate de investidura. El
interlocutor –afirma tajante Pérez Royo-
del candidato propuesto por el rey es la
presidenta del Congreso. Es a ella a la que el candidato propuesto tiene que
responder si acepta o no el encargo del rey (“Que
cada palo aguante su vela” eldiario.es 16-9-19). Entre el mandato de la soberanía democrática, expresado en unas
elecciones generales y su culminación en la proclamación del Presidente, ningún
agente ajeno a ese proceso democrático, y el Rey lo es, debe intervenir en el
mismo.
Y, aunque el artº 62 CE, que recoge las funciones del Rey, en su apdo. b
está el de convocar y disolver las Cortes
Generales y convocar elecciones, lo hará, en los términos previstos en la
Constitución (artículos 115 y 64).
Pero, si bien, en teoría y formalmente, el Rey debe limitarse a no
hablar y sólo escuchar, en la realidad las cosas suceden de distinta manera. Y
aunque no exigimos al Rey un papel de mediador en el sentido intervencionista
del término, sí que, al menos en circunstancias especiales, pudiera arbitrar y moderar (con todas las
limitaciones oportunas) el
funcionamiento regular de las instituciones según recoge el artº 56,1 CE.
Modestamente entiendo que una cosa es que le decisión de ser candidato ni
siquiera sea suya, sino del Rey refrendado por la Presidenta del Congreso, y
otra, que la ronda de entrevistas del Jefe del Estado sirva para poco más que
hacerse la foto.
Sin
embargo, parece querer ocultarse el incumplimiento por parte del Rey del apdo.4
del artº 99. Con valentía lo destaca el magistrado emérito del Supremo, Martín
Pallín, en su escrito citado. Asumo totalmente sus palabras: La interpretación que hace la Casa Real del
artículo 99 de la Constitución resulta totalmente equivocada y contraria a los
principios constitucionales. Seguramente una lectura más reposada y menos intervencionista... le hubiera
llevado a la conclusión de que el artº. 99 no le concede la facultad (al
Rey) de prescindir de la propuesta de un
candidato hasta que se agoten los plazos marcados por la ley. Según el
magistrado, una interpretación literal del apdo.4, el Rey, en los términos
contextuales del artº 99, debería haber seguido proponiendo candidatos, y no
“hurtar” a los grupos de la Cámara otras posibles combinaciones antes de que se
agote el tiempo legal de los dos meses (apdo.5). En este caso, el 23-9-19. No
sólo el Rey ha incumplido con la Constitución, sino que ha perdido su obligada
neutralidad partidista, ya que esa inacción
real da motivos para pensar que ha favorecido la estrategia dilatoria
del Presidente en funciones. Tanto el Rey como Pedro Sánchez, con su ausencia
vacacional a pesar de lo urgente y necesario que es tener gobierno, supone una
prueba más de las pocas ganas que ambos tenían de un gobierno con Unidas
Podemos, o, aunque en el Psoe digan lo contrario, de una repetición electoral.
Es cierto que, como dice Uría, sería un disparate constitucional dejar
en manos del Rey la decisión política de nombrar al Presidente del Gobierno; lo
cual ni sería bueno para el Rey ni para la propia democracia. Pero disparate
constitucional ha cometido el Rey también con no apurar los tiempos en todo
este proceso de investidura. Y es –concluyo con Martín Pallín- de
que no somos una monarquía parlamentaria, sino una monarquía con Parlamento.
Modelo muy diferente, que subvierte el sistema de valores y contradice la
esencia de la democracia representativa, que no es otro que el reconocimiento
de que la soberanía reside en el pueblo y se encarna en el Parlamento…
Claro que una cosa es eso, y otra es estar de acuerdo al 100% de que la
“democracia representativa” sea la única en la que se manifieste la soberanía
popular. Pero tiempo tendremos de escribir sobre este tema….
NOTAS para facilidad del lector:
Artº 99 CE,1 …el Rey, previa
consulta con los representantes designados por los Grupos políticos con
representación parlamentaria, y a través del Presidente del Congreso, propondrá (*) un candidato a la
Presidencia del Gobierno.
Apdo. 4: Si efectuadas las citadas
votaciones (…) no se otorgase la confianza de la investidura, se tramitarán sucesivas propuestas en la forma
prevista en los apartados anteriores.
Apdo. 5 Si transcurrido el plazo de dos meses, a
partir de la primera votación de investidura, ningún candidato hubiese obtenido
la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas
elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso.
(*) RAE: Proponer (4ª acep.):
Recomendar o presentar a alguien para
desempeñar un empleo o cargo.
Invitar (4ª acep.): Instar
cortésmente a alguien para que haga algo.
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