Si bien el artículo 1,1 de nuestra Constitución dice que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho..., en la
práctica parece confirmarse que España sólo es un Estado de Derecho, para el que solamente
basta contar con un conjunto de leyes, y unos órganos dispuestos a
interpretarlas torticeramente. Así lo ve el letrado Gonzalo Boye cuando
afirma que lo que está sucediendo en
España, y que se está poniendo en evidencia desde Cataluña, es que leyes
tenemos, tal vez demasiadas, y también cada día vemos que hay gente dispuesta a
hacerlas cumplir al precio que sea, porque, en realidad lo que les acomoda es
vivir en un “estado de derecho” sin
que el prerrequisito democrático sea para ellos un impedimento. La aplicación
irrestricta de esas leyes, incluso su uso torticero, es lo que nos ha llevado
hasta el punto en que nos encontramos que, cada día, está más cercano al de no
retorno (“Estado
de desecho”, el Nacional.cat de 31-1-2020).
Para ser un Estado de Derecho, basta con disponer de un sistema de leyes
y de contar con organismos propicios que las hagan cumplir. Difícilmente
podremos encontrar sociedades que se organicen sin un mínimo de normas que, de
alguna manera, regulen la convivencia de sus ciudadanos. Incluso el régimen
franquista, a todo bombo, se autodenominaba “democracia orgánica”. Para los que
nunca tuvieron problemas con los que aplicaban sus leyes, ese invento de
democracia hasta era considerado superior a las denominadas despectivamente
“inorgánicas”. No fue así para los que, unos más que otros, tuvieron o tuvimos
que sufrir las barbaridades de aquella dictadura. Obviamente, en la actualidad
y en nuestro contexto cultural es difícil concebir un Estado de Derecho que no
sea Democrático, ni mucho menos, un Estado Democrático, cuya actuación quede al
margen del sometimiento a la Ley. Sin embargo, conceptualmente son distintos; y
debemos afirmar que el Estado de Derecho surge como un hecho histórico, para
oponerse a la única y arbitraria voluntad de un monarca absoluto. De ahí que su
principal característica sea el repetido principio del “imperio de la ley”.
Naturalmente, cuando nuestra Constitución en su preámbulo establece garantizar un Estado de Derecho, no lo hace en el sentido
restrictivo de oponerse sólo a una voluntad individual absoluta, sino que se
está refiriendo al imperio de la ley como
expresión de la voluntad popular. Y además de declarar formalmente en el
artículo 1,1 que España se constituye en un Estado democrático de Derecho, ello
no es sino una consecuencia lógica del apartado 2 de ese mismo artículo, que
afirma que La soberanía nacional reside
en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado. Y no se podrá
ejercer tal soberanía, si no es a través de la participación política debidamente organizada. Será, pues, el
derecho de sufragio del conjunto de los ciudadanos el núcleo base característico
del Estado Democrático. En definitiva, en el artículo 1º, 1,2 de CE se
concentran los principales elementos que, desde hace más de dos siglos, los
estudiosos vienen considerándolos como atributos esenciales de un Estado
Democrático. Esto es: separación de poderes, reconocimiento y garantía de los
derechos ciudadanos y el sometimiento de todos los poderes del Estado al
imperio de la Ley, expresión verdadera de la voluntad general; entendiendo por
tal la voluntad del conjunto del pueblo, sujeto titular de la soberanía. Un Estado Democrático de Derecho requiere, pues,
una serie de requisitos y principios, que implican algo más que promulgar leyes
y hacerlas cumplir según determinados intereses.
Pero no pretendo hacer una disertación de Derecho Constitucional,
cuestión para la que no estoy preparado. Sólo pretendo difundir las reflexiones
que me han sugerido la lectura de diferentes y prestigiosos
constitucionalistas, magistrados o abogados como Gonzalo Boye, defensor del President y del exPresident, de la
Generalitat, cuyo artículo me ha sugerido el título de éste.
Antes he mencionado lo importante que es para un Estado Democrático y de
Derecho la participación ciudadana en la política a través de sus órganos de
representación. Muy en consonancia con ello está el cómo de esa participación
en los tres “poderes” clásicos: Legislativo (Parlamento), Ejecutivo (Gobierno)
y Judicial (Tribunales), y el control de los mismos. Es el mecanismo de
representación y control lo que da legitimidad democrática a esos tres poderes
del Estado. Las condiciones determinantes de la legitimidad democrática del
poder legislativo están establecidas en los artículos 68 y 69 de la
Constitución. Dichos preceptos establecen el sufragio universal, libre, igual,
directo y secreto para le elección de Diputados y Senadores. En este caso
aquellas condiciones operan directa e inmediatamente. No así el
condicionamiento del poder ejecutivo, que es más mediato e indirecto (art. 99
CE).
La legitimidad democrática del poder judicial es aún más mediata e
indirecta, pero no por eso menos evidente que la de los otros dos. A poder
judicial dedica la Constitución todo el título VI (arts. 117-127). Es
precisamente el sometimiento a la ley, emanada del Legislativo, lo que asegura la
legitimidad democrática del poder judicial. Tal sujeción de jueces y
magistrados al imperio de la ley no significa que la aplicación de la misma sea
una labor mecánica. Si así fuese, bastarían robots programados. La aplicación
de la ley, para que sea justa, debe ser sometida a unas determinadas normas
interpretativas que la “ajusten” a cada caso concreto. Lo trascendental es que
esa interpretación, por muy laxa que sea, nunca deberá permitir que los jueces
fijen los contenidos de la ley.
Y es precisamente una interpretación interesada de la ley la que, según
el parecer de muchos y prestigiosos juristas, se viene dando por los altos
tribunales en los temas que se relacionan con la Comunidad catalana. Basta leer
las opiniones de juristas españoles al referirse a la aplicación de nuestro
derecho interno en todo lo relacionado con el procès, o las diferentes correcciones y llamadas al orden a
nuestros jueces y tribunales por pate de los tribunales europeos y otras
instancias jurídicas internacionales.
Pero la “gota que parece colmar el vaso” es la invasión de la política
por el poder judicial. Da la sensación de que el control de la política ha
pasado de los órganos de representación legitimados y capacitados para ello, a
otros que, no sólo no han sido elegidos por los ciudadanos, accediendo a la
judicatura a la judicatura por oposición, sino también a otros, que, no
perteneciendo siquiera a la judicatura, se arrogan funciones que no les
corresponden legítimamente. Creando así una gran confusión o dando carta de
naturaleza de poder legítimo a entidades que, en absoluto, lo son. La anomalía
de la que se queja el abogado Boye en el artículo citado, y sobre la que
escribe el magistrado emérito del Supremo, J.A. Martín Pallín (La junta Electoral Central pudo tomar otra
decisión, eldiario.es de 29-1-2020), es la intromisión de ese órgano
administrativo, cuya misión literal es velar por la transparencia y objetividad
del proceso electoral, durante el periodo que dura éste, para atribuirse la
capacidad de declarar diputado o no al Parlament o al Parlamento europeo, o,
como dice Martín Pallín, decidir, por una interpretación sesgada de la LOREG,
el cese de Quim Torra como diputado del parlamento catalán.
Ya escribí en marzo de 2019 que ha
sido el problema catalán y su fallida solución el que ha revelado las muchas
carencias de nuestra democracia... Carencias puestas de manifiestos en la (entonces)
instrucción del procès. No volveré a
insistir sobre ello. (Una Constitución y unas leyes no garantizan,
per se, la democracia, solicitoopinar.blogspot.com.es).
Pero el problema serio para la credibilidad de nuestro sistema
democrático no es tanto que la JEC invada por error terrenos ajenos, sino que
consiga validar ese error con la cooperación de jueces y tribunales, dando por
bueno y normal lo que no lo es en absoluto. No tiene nada de extravagante
pensar que en la decisión de la JEC de privar a Torra de su escaño, apoyada por
la Sala Tercera del T. Supremo, haya habido un cierto “conchaveo”, teniendo en
cuenta que de los trece componentes de la JEC, ocho son magistrados del Alto
Tribunal. Posiblemente, así lo pensarán muchos, todo se habrá hecho con arreglo
a la ley, aunque con una forzada interpretación de la misma. Se habrá, quizá,
respetado el “Estado de derecho”. Pero, ¿van a solucionar el conflicto catalán
y español esos cambalaches legales? ¿O más bien nos van a ir alejando, cada vez
más, del objetivo de un Estado
Democrático de Derecho, que es lo que prescribe nuestra Constitución
vigente?
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