Pero, todo ello no
libera al Apóstol de sus residuos “machistas”, propios del pensamiento judío en
el tratamiento de estos temas. Estoy seguro de que en estos tiempos, igual que
renunció a otros prejuicios y legalidades, propios de aquel contexto cultural,
hubiera renunciado también a este, con el mismo brío con que se enfrentó, desde su cultura “helenista”,
fruto del contacto con los “gentiles”, a los “capitostes”, Pedro, Santiago,
etc. en su contacto con ellos en el primer Concilio de la Iglesia, en Jerusalén.
Es aconsejable la lectura del cap. 15 de los Hechos y el cap. 2 de la Epist. A
los Gálatas. Hasta de los más sagrado,
la circuncisión, como entrada y pertenencia al judaísmo, fueron
exonerados los nuevos creyentes. No me resisto a transcribir las palabras del
discurso de Pedro (vs.10-11): ¿Por qué,
pues, ahora tentáis a Dios imponiendo sobre el cuello de los discípulos un yugo
que ni nuestros padres ni nosotros pudimos sobrellevar? Nosotros creemos más
bien que nos salvamos por la gracia del Señor Jesús, del mismo modo que ellos”
(Es la Fe ante la Ley). En Gálatas, 5,6:
Porque siendo de Cristo Jesús, ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen
eficacia, sino la fe que actúa por la caridad, y en 6,15 de la misma carta: Porque lo que cuenta no es la
circuncisión, ni la incircuncisión, sino la creación nueva.
No obstante, y para ser justos, tenemos que reconocer que
Pablo, si bien no se ha desprendido totalmente de ese machismo socio-cultural,
en cuanto a la valoración religiosa, no cuentan los antiguos criterios
diferenciadores por razón del sexo; pues, para él, todos los que os habéis bautizados en Cristo os habéis revestido de
Cristo; y ya no hay judío ni griego, ya no hay siervo ni libre, ni varón ni
hembra, para todos sois uno en Cristo Jesús (Gált., 3, 27-28). En lo que se
refiere a la participación activa de la mujer en la ministerial de la asamblea
litúrgica se queda corto, optando sólo por el varón, sin que, al menos en esa
primera etapa, autorizara dicha participación. Pero después de 2.000 años y del
cambio del contexto histórico-cultural, no tiene razón de ser que la Iglesia no
haya avanzado más. Pero esto es algo que, a mi parecer, no tiene nada que ver
con el celibato en cuanto tal. Por ello muchos cristianos-católicos de hoy
tienen razón cuando critican el celibato de unos “profesionales”, cuyas vidas
transcurren en la placidez burguesa, sólo apoyada en una ascética farisaica,
que nada tiene que ver con el “aligeramiento” de rémoras totalmente
innecesarias en la lucha por un cambio “revolucionario” en pro de nuevas metas.
En el movimiento obrero abundan los ejemplos de hombres y mujeres, creyentes o
no, incluso sacerdotes, que, o bien han antepuesto el “objetivo”, antes que
crear una familia, o bien han tenido que
soportar, junto con la propia pesadumbre, también su responsabilidad de la
ajena (familia, hijos, etc.), ante el “trago” amargo de la cárcel o del
“paredón”… Y así podríamos continuar. Pero dejemos aquí este “excursus
exegético”, y vayamos, para no alargar más este trabajo, a las
RAZONES Y DESARROLLO
HISTÓRICO DEL CELIBATO.-
Y lo primero que
conviene señalar es el contexto conceptual y filosófico, donde tiene lugar el
comienzo de este Nuevo movimiento religioso. Que no es otro que el de una
filosofía dualista, gnóstico-platónica, cuyos máximos representantes, Platón,
Plotino, etc., profesaban una “cuasi mística” inclinación por la existencia
“fantástica” de “otro” mundo ideal, frente al que “este” mundo real no supone
más que una caída “cavernícola”, y que para volver a aquélla, no hay más camino
perfecto que el del sacrificio y la abstención de los bienes materiales, entre
ellos el sexo. Obviamos aquí lo que sobre el tema hemos escrito en otro lugar.
Esta caída en el
inframundo viene identificada por los creyentes en los conceptos de “culpa” y
“pecado”. De este contexto gnóstico-filosófico-cultural participa también el
Apóstol. Todo hay que decirlo. Pero son los primeros más que filósofos,
teólogos: Orígenes, Tertuliano, etc., llamados “Padres de la Iglesia”
(patrística) los que comienzan a dar cuerpo racional a una doctrina que ellos
consideraban “revelada”. Estos, por motivos que no aportarían mucho a nuestro
propósito, se deciden por el “armazón” filosófico ideal-platónico-aristotélico.
Y lo primero que tienen que justificar racionalmente es la necesidad de una
Redención. Tal justificación la encontrarán en el “pecado” y en la
“responsabilidad” del mismo. El hecho pecaminoso estará constituido por un acto
de desobediencia, explicado mitológicamente en la “historieta” del Génesis, con
Adán y Eva y la dichosa manzana.
Y ya aparece la
mujer como la instigadora del ingenuo Adán. Pero, si la pareja no estaba
“contaminada”, ya que hasta entonces no cayeron en la cuenta de que estaban
desnudos, es decir, castos, la provocación tuvo que venir de fuera, y ¿qué
mejor que una repugnante serpiente? Mira por dónde, si bien todo lo que Dios
había creado era bueno, surgió, ¡qué casualidad!, este animalejo que no lo era.
Me pregunto de dónde hubiera surgido la humanidad y las especies de los
mamíferos, ya que sólo a partir de la expulsión del Paraíso, “conoció” el hombre a Eva, su mujer, que
concibió y dio a luz a Caín (Gén. 4,1), su primer hijo. Va a resultar ahora
que debemos nuestra existencia a un animal que simboliza lo fálico, je, je,
je,…
Y ya tenemos los “mimbres”
con que construir el pecado, que, como hemos dicho, es un acto de desobediencia
y de orgullo intelectual, al querer ser como dioses, antes que una relación
sexual impura. Pero, claro, como resulta más difícil de explicar la
contaminación del resto de la humanidad por ese acto de orgullo y
desobediencia, se echa mano de ese otro conducto cierto del que provenimos la
mayoría de las especies animales: la inseminación coital, y el posterior
parimiento. Y nada menos que es San Agustín, que hasta su conversión no fue
precisamente un dechado de castidad, quien encontró la explicación, ¡eureka!, a
la transmisión de ese pecado, malamente llamado original, a toda la humanidad,
que, a la vez, justificaría un “rescate” universal. ¡Enhora buena!. Es lo que
se llama “cazar dos pájaros de un tiro…
Así que tenemos el
origen de los dos prejuicios fundamentales que se transmitirán en la doctrina y
en la tradición religiosa-cristiana: el desprecio de la mujer como objeto
sexual, y la práctica del sexo como algo esencialmente pecaminoso. Para la
Iglesia y su Teología dogmática es más fácil y cómoda una explicación
mitológico-fantástica, que el arduo y prolongadísimo esfuerzo de una
explicación científica. Con estos precedentes no es extraño, pues, que la
Institución se plantee la abstención sexual y el celibato como una virtud y un
instrumento ideal, al menos para sus ministros.
Y así como ya en el
s. II la idea y práctica del celibato empieza a cuajar, de manera voluntaria,
por gran número de ministros, destacando Tertuliano y, sobre todo, Orígenes que
interpretando “fanáticamente” el texto de Mateo sobre los eunucos, llegó a
castrarse fisiológicamente. Y, cundiendo el ejemplo, el celibato, junto con
otros consejos evangélicos, fue siendo practicado progresivamente, aunque
regular y voluntariamente, en las primitivas comunidades cristianas. No
obstante, tenemos que hacer hincapié, esa práctica “ejemplarizante” nunca fue
prescriptiva.
Es a partir del s.
IV cuando el celibato aparece en la legislación eclesiástica. Precisamente en
España, en concilio de Elvira (Iliberis), cerca de Granada (¿305-313?),
presidido por Félix de Guadix. No fue un concilio ecuménico, y, si bien fue
fuertemente protestado en el mundo germánico y muy discutido por su “rara”
ortodoxia, su famoso canon 33 fue seguido por otros sínodos nacionales y
provinciales, así como por diversos Papas. Dice así: Se ha decidido por completo la siguiente prohibición a los obispos,
presbíteros y diáconos o a todos los clérigos puestos en ministerio: que se abstengan
de sus mujeres y no engendren hijos; y quien quiera lo hiciere, sea apartado
del honor de la clerecía. Tal prescripción la deciden 19 obispos y 24
presbíteros. No me extraña que tal sínodo fuera fuertemente protestado.
Posteriormente, en
el gran Concilio de Nicea, 324 d.C., presidido por el Emperador Constantino, se
declaran entre otros dogmas, el de la Trinidad. Constantino ve peligrar la
unidad de su imperio a causa de las muchas disputas doctrinales, encierra a pan
y agua a los conciliares, y en esa situación los tiene hasta que alcancen un
acuerdo. Pues bien, en este Concilio se prohíbe el matrimonio a los clérigos
después de recibir las órdenes mayores (obispado, presbiteriado y diaconado),
sin que esa prohibición afecte a los ya casados. En este concilio también, y en
este tema, tuvo un papel relevante el obispo español Osio de Córdoba. Hasta
finales del s.IV varios papas y diferentes concilios locales publicaron
decretos intentando hacer obligatorio el Celibato, destacando los del papa
Siricio y los del II Concilio de Cartago (390).
El tema se retoma en
los ss. VI-VII en el III concilio de Constantinopla (VI ecuménico), también
llamado Trullano I (680-681), por celebrarse en una sala imperial llamada
“Troullos”. En el siguiente concilio, de 692, dedicado a dar algunos cánones
disciplinares, se obliga a los obispos a vivir en continencia, y, si fuera
necesario y conveniente, elegir a “monjes” para el ministerio.
Importante es
destacar los sucesivos C. Ecuménicos de Letrán, I de 1123, bajo el Papado de
Calixto II; II de 1139 convocado por Inocencio II; el III de 1179 por Alejandro
III; y, por último, el IV de 1215 convocado por Inocencio III. Del “destripe”
de los tres primeros se lo dejamos a los
especialistas. Solo unos comentarios sobre el cuarto porque con su decreto
sobre la celebración eucarística culmina el camino abierto por la errónea e
interesada interpretación de la Carta a los Hebreos sobre el concepto de
sacerdocio, cambiando su contenido de “servicio-ministerio” a la Comunidad, por
el de “sagrado-magisterio”. Con su decreto de que la Eucaristía sólo puede ser
celebrada por un sacerdote válida y
lícitamente ordenado. Hay que recordar que en la asamblea de los
cristianos, la Eucaristía es el principal símbolo comunitario, y que, como tal,
podía ser presidida por cualquiera de los asistentes creyentes, puesto que cada
uno de ellos participa de la única fuente de donde proviene el “nuevo
sacerdocio”: del sacerdocio de Cristo. Este cambio es de transcendental
importancia, porque convierte a los partícipes activos en el “sagrado ágape”,
en meros fieles pasivos-oidores y en espectadores-consumidores de un ritual que
les resulta ajeno y distante. Igualmente ese cambio invistió al “oficiante” de
una “enfermiza potestad sacro-mágica”, que puede conllevar a un abusivo dominio
de las mentes de los hoy llamados “feligreses”, especialmente de los más
ignorantes o menos maduros. Otra consecuencia importante de ese cambio, fue el
nuevo “estatus social” que supuso para el sacerdote. Tal “privilegiado” estatus
atrajo para sí y, consecuentemente para el clero, a gran cantidad de
menesterosos e incultos, deseosos de vivir sin trabajar (¡como un cura!). Muy
al contrario de aquellos antiguos “servidores”, que se ganaban la vida “al
margen del Templo”. El clima de corrupción que esta circunstancia produjo
justifica plenamente la Reforma protestante de Martín Lutero. Pero sobre esto
haremos algún comentario al tratar seguidamente del Concilio de Trento.
Este trascendental
Concilio se convoca en el Papado de Paulo III (1534-1549), y la primera etapa
de las tres que lo conforman tiene lugar el 13-XII-l945, finalizando la tercera
el 4-XII-1563. Y el 26-I-1564, por la bula “Benedictus Deus”, el Papa Pio IV
aprobó oficialmente todas las decisiones tomadas en tan largo período de
sesiones. Tales decisiones doctrinales y disciplinares sentaron las bases de la
actividad futura de la Iglesia. Por lo que aquí interesa, quedó establecido
definitivamente el Celibato obligatorio para los clérigos. En su sesión XXIV
(penúltima), de 11-XI-63, se formularon los doce cánones en los que se contiene
toda la doctrina concerniente al Matrimonio. Transcribimos el canon 9, que nos
interesa: Si alguno pretende que los
clérigos constituidos en órdenes sagradas, o los regulares que han profesado
solemne castidad, pueden contraer matrimonio y que el contraído es válido no
obstante la ley eclesiástica o el voto; y que lo contrario no es otra cosa que
condenar el matrimonio, y que pueden contraer matrimonio todos los que, aun
cuando hubieren hecho el voto de castidad, no sienten el don de ella, sea
anatema. Tenemos que aclarar que lo que se anatematiza no es creer no creer
que el Celibato sea constituyente del orden sacerdotal. Son dos cosas
distintas, aunque éste presupone aquél como condición disciplinar “sine qua
non”. Lo cual no empece que, junto con el refrendo que la sesión anterior (23)
a la mitificación del sacerdocio como potestad sagrada, obligara al sacerdote a
considerarse como sujeto de una especie de “casta sagrada”, obligada a vivir
segregada del resto de los mortales laicos. La Contrarreforma tridentina, para
contrarrestar la “protesta” de Lutero contra la corrupción y degradación que
padecía la Iglesia y los vicios de los clérigos de la época, motivó un
movimiento “espiritualóide” que obligó al sacerdote a llevar una vida similar a
la de los monasterios. Lo cual hizo que el celibato fuese considerado como de
derecho divino, dando la última vuelta de tuerca ya bastante apretada por el
III concilio de Letrán al considerar a aquél como simple medida disciplinar
respecto de la postura prevaleciente durante el primer milenio, que consideraba
el celibato como una opción libre y personal.
Este concilio, para
solucionar el problema de los que pretenden acceder interesadamente al
ejercicio del sacerdocio desde la picaresca y desde la ignorancia y la
corrupción, crea los Seminarios diocesanos, regulando la educación y formación
intelectual que se impartirá en lo que se convertirá en una “fábrica de curas”.
Pero de esto ya hemos hablado más arriba.
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